Muchos años después
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Cien
años de soledad tiene la
misma edad que yo. Imagino que mientras chapoteaba en el líquido amniótico de
la placenta materna preparado para el salto definitivo al océano finito, Gabo,
el ahora llorado Gabriel García Márquez, tecleaba a miles de kilómetros una
historia que convulsionó mi adolescencia y que dejó un sello en mí lo
suficientemente indeleble como para alistarme para siempre en el ejército que
busca la eternidad entre las líneas que edifican historias.
Los dedos que impactan las teclas o que garabatean
en el papel son efímeros, la muerte del hombre no es más que una noticia
consabida, lo que salió de su prodigioso cerebro y los andamiajes que construyó
en sus relatos es eterno, perpetuo. La carne se va, las palabras se quedan entre
nosotros para crecer y multiplicarse.
Recuerdo la convulsión que me produjo descubrir la
desmesurada (mágica) imaginación derramada por entre las páginas de Cien años de soledad. Fue un tiro a
quemarropa. Me di cuenta sin previo aviso de que aquel siempre sería mi libro. La envidia fue desatándose con
cada personaje y con cada giro estrambótico de la historia. Cómo podían haber salido de mente humana tales exageraciones, tales aventuras, tales universos. Desde entonces me aplico en el yunque de la creación para emular en minúscula aquel ingenio.
La memoria puñetera se ha dejado asaltar por otros libros y otros personajes, pero en la última pared, la que guarda las muescas de los impactos más poderosos, sigue colgado un cuadro que ha resistido mi propia vida, el de la imaginación de un mundo dentro del mundo. ¿No es eso la novela?
La memoria puñetera se ha dejado asaltar por otros libros y otros personajes, pero en la última pared, la que guarda las muescas de los impactos más poderosos, sigue colgado un cuadro que ha resistido mi propia vida, el de la imaginación de un mundo dentro del mundo. ¿No es eso la novela?
Lo que no se va de García Márquez es sustrato,
acervo, sol y luz, calor y oficio, ganas de traspasar la cruda realidad para
explicarnos, para perdurar como humanidad, para venerar las palabras que nos
separan de las rocas y ahondan en el magma de los sentimientos y de los deseos. Los homenajes
institucionales se quedan cortos y a veces rozan el absurdo por culpa de una solemnidad
que impide que brille lo sustancial. No compendian los tentáculos de la
creatividad del finado, no recogen sus adjetivos precisos, ni sus verbos
dinámicos, ni sus adverbios circunstanciales. Se llenan de banderas y de
alabanzas vacuas que reducen la despedida del fabulador a un acto administrativo por mucha admiración que destilen los discursos.
El adolescente convulsionado por unas páginas que
tienen su edad se levanta de su pupitre y con profundo respeto agita su mano diciendo
adiós al cuerpo que se va, pero inmediatamente se sienta y sigue leyendo, no
hay tiempo que perder. Y obligado, escribe, es lo mínimo.
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