Cambia
la zona de la piel en la que erupcionan los granos, los andrajosos ropajes
varían al son que marcan las franquicias de la moda, los peinados se rizan o se
estiran a imitación del último galancete y la descollante cantante americana
del momento. Los insultos se plagian de cualquier serie televisiva que discurra
por los caminos de la grosería. Los chistes se filtran por el youtube, las
ideas (¿hay?) circulan por los bocadillos del watssap. El río de Heráclito, el
mismo río pero siempre con agua diferente.
El
observador (yo) aunque en la misma atalaya, con el mismo nombre, con semejante
cometido, también varía. Envejece y se hace menos tolerante, refunfuña y se le
escabullen las ilusiones, las experiencias lo endurecen y le hace mella la
falta de estímulos. Es la misma orilla pero siempre con tonalidades diferentes.
Les
hablo de mis clases. Cada año suelo contactar con doscientos alumnos. Suelo
conversar con una treintena de padres, suelo compartir claustro con unos
sesenta colegas, suelo recibir dos centenares de órdenes o directrices desde
las altas esferas. Y así, va para unos veinte años de ejercicio profesional.
Insisto en el adejtivo, soy un poco alérgico a las vocaciones que esconden a
veces (otras es potencia, lo reconozco) falta de rigor y exigencia.
Mi
primer mes de cada nuevo año lo dedico a la domesticación. Piensen que los
alumnos son pequeños reyezuelos que cuando convergen en un aula quieren seguir
con sus prebendas. Intentan burlar la autoridad del profe que les exige dejar
las armas en la entrada. El pulso es a muerte, o ellos o yo. Tengo mis
estrategias que varío a medida que fracasan y mantengo cuando alcanzan el
objetivo. La experiencia es un grado. Durante el mes de domesticación gasto una
gran cantidad de calorías, muy superior a las que gastaré el resto del año, a
ese ritmo me tendrían que ingresar en un frenopático.
Desde
mi observatorio vengo observando que cada vez se alarga el período de
domesticación de los pipiolos. Y ya me conocen, no puedo resistir la tentación
de reflexionar, de buscar las motivaciones a la tardanza en restablecer una
jerarquía mínima para que fructifique el aprendizaje. Tengo tres grandes ejes explicativos:
1) La sobreprotección. El alumno es
consciente de su poder para enfrentarse al mío. Unas mentirijillas bien
distribuidas, unas caras compungidas al primer fracaso pueden movilizar los
tiernos sentimientos de otros profes o del ejército psicolópedagógico que
inmediatamente se pone de parte del menor. No condeno su habilidad pero
combatirla me produce un fuerte desgaste.
2) Las orejas proclives. Los directores y jefes
de estudios lejos de minimizar sus opiniones y contextualizarlas, en muchas
ocasiones las fomentan. Quieren tener informes negativos de los profes díscolos
para poder reducir sus críticas y reclamaciones. Los alumnos van por la puerta
de atrás y mueven la silla del profe que en la mayoría de las ocasiones cede
para evitar males mayores. En mi caso, más desgaste.
3) Las falsas creencias. No vale de
nada estudiar, no encontraremos trabajo, no eres nadie para mandarme, me tienes
manía, no haces las clases divertidas, no nos entiendes, tienes un carácter muy
fuerte, no escuchas. ¿Quieren alguna más? Arraigadas en el ADN de estas nuevas generaciones, son armamento ligero, piedras, dardos, navajillas, no matan pero estorban.
Desde
mi modesto observatorio (nada que ver con los fastos del PISA) auguro una
sociedad débil, enfermiza, con ciudadanos poco autónomos por su escasa
formación. Las expectativas megalómanas de los padres, los chanchulleos de los
gobiernos de turno con la educación y las intenciones de conseguir un
analfabetismo funcional de una buena parte de la población (el 20% que no hay
manera de colocar en mercado laboral) por los poderes fácticos, están detrás
del desaguisado.
Hagan
un análisis del agua del río y verán que no ando demasiado equivocado, está
contaminada.
Una buena observación sefuire viaitandote
ResponEliminaTodo sobre el celuloide