Las
estanterías de los muebles murales de los comedores españoles andan en una
orfandad insultante. ¿Que hace años que se extinguieron los mastodónticos muebles
murales? ¿Que todo ha sido sustituido por el esmirriado diseño minimalista? ¿Que
no hay más moda que la que marca Ikea y sus muebles-rompecabezas? La cosa es chafarme la reflexión, ya lo veo.
En
aquellas estanterías de los muebles murales de los comedores españoles de mi
infancia no faltaba una buena enciclopedia. Cuando sonaba el timbre y uno miraba
por la mirilla de la puerta y contemplaba un minúsculo individuo (cosas de la óptica), trajeado, con
un maletín, se tenía la certeza que había llegado el vendedor de enciclopedias.
Era un clásico, una apelación periódica al saber en hogares analfabetos de origen.
Las finanzas en mi casa siempre solían estar afectadas por un endémico
raquitismo, convivíamos con los números rojos, nos fiaban (porque confiaban que
lo devolveríamos) en los comercios cercanos pero a a pesar de las estrechces, era rara la vez que no se le dejaba a aquel embajador de la cultura (eso creíamos inocentemente) sentarse en la mesa redonda del comedor. Sacaba sus materiales y explicaba con
una locuacidad infalible la utilidad del producto. Se apoyaba en mi
complicidad (me hacía preguntas del día a día escolar que se podían encontrar en la bendita enciclpedia) para convencer a mis accionistas de la necesidad de disponer
de aquel material para desarrollar mis estudios.
Yo visitaba habitualmente un
antro (ahora en completo desuso) llamado biblioteca. Era el único centro de
investigación existente y todo hay que decirlo, una forma de recreo
alternativa, los padres aceptaban de buen grado que fueses a la biblioteca pero
se mosqueaban si planteabas otras salidas en medio de semana. El vendedor de enciclopedias se aferraba a la verdad incontestable de la pérdida de tiempo, a los pocos ejemplares disponibles y a una capciosa visión neoburguesa de posesión del saber que se hacía irresistible para mis padres. Al final, después
de un tira y afloja y de esgrimir como anzuelo unos regalos que el comerciante
se guardaba hasta el último momento bajo la manga para inclinar definitivamente la balanza, se
realizaba la compra de la enciclopedia, todo hay que decirlo, gracias a unos plazos comodísimos (la
importancia de que fluya el crédito) que se añadían a otras deudas que
pululaban por mis escenarios infantiles con la persistencia de los piojos. Unos
días después llegaban a casa en unos envoltorios de cartón los primeros
ejemplares de la esperada enciclopedia. Mis padres creían que todo aquel saber
reconcentrado me serviría para acceder a una vida más desahogada que la que
ellos llevaban. Ahora veo esos tomos en desuso y me devuelven el olor de un
tiempo en que se depositaba en la cultura el peso del progreso. Las
enciclopedias no mejoraron sustancialmente mi saber, poco a poco se volvían
obsoletas, otros vendedores avispados necesitaban volver a abrir las heridas de
las carencias para colocar un nuevo bloque de conocimiento en unas estanterías de
muebles murales que llenaban sus huecos con páginas y más páginas de dudosa utilidad.
Hoy todo está en internet, a golpe de un clic, desde la visita virtual a cualquier
museo del mundo a las más escabrosas imágenes pornográficas, de una receta de
cocina para salvar la comida de Navidad a la biografía completa de Azorín. Las
estanterías de diseño albergan variopintos objetos pero ninguna se decora con
una enciclopedia. Y veo por la tele a Rajoy y no me pregunten por qué me recuerda
a aquel tipo que se aprovechaba de muchas generaciones de incultura
concentradas en una familia en que los muebles murales tenían que tener para
ser completos su enciclopedia de lomos de piel, aunque luego, en perfecta metáfora, acabara por llenarse de polvo.
¡¡Cuánto ayudo "El tiempo es oro" a los vender estos tomos, en muchas casas sin estrenar!!. Fántastica entrada como siempre.
ResponEliminaCierto, cierto... lo recuerdo. ¿Constantino Romero, verdad? Un saludo y muchas gracias por compartir nostalgia.
ResponEliminaYo también recuerdo cuando era pequeña una visita de un señor trajeado hablando de enciclopedias casi a la hora de la cena. El poder adquisitivo de mis padres no daba para más y no le podíamos comprar nada y este señor trajeado dijo indignado que mis padres no me querían porque no invertían en mi futuro. Yo me quedé estupefacta y mi padre echando pestes le echó de casa. Recuerdo aquella tarde como si fuese ahora. Yo lo viví con mucha confusión, pero para mi padre debió ser un golpe muy duro.
ResponEliminaSe da demasiada importancia a lo material, la cultura y el conocimiento no ocupa lugar y a mi entender no conoce de posesiones ni fronteras. Adoro ir a la Biblioteca, siempre fue mi refugio. Ir allí y salir con un libro era toda una fiesta. La biblioteca no mira si los zapatos de los niños están nuevos o si ya les aprietan los dedos. No hace falta tanto para vivir. La necesidad de más y más dinero puede llegar a corromper a la gente.
Buen comentario en favor del decrecimiento. Me sumo.
EliminaJajaja es cierto, yo les he comprado a mis hijos, cuando estaban en educación primaria, cuanta enciclopedia apareciera, luego de pasar por sus manitos, destruidas, iban a parar a la basura. Sin embargo, yo sí conservo enciclopedias de lujo, bien cuidadas, y cientos de libros que voy leyendo a medida que el tiempo me lo permite. No puede internet, competir con ese inmenso placer de echarse en la cama, libro en mano, e ir mojando con saliva el dedo índice para dar vuelta la página. Me gustó mucho tu relato. Un placer leerte. Gracias.
ResponEliminaLo de la cama no tiene parangón, yo soy de ese club...
EliminaEn mi casa hay una enciclopedia que usé durante mi educación, desde la primaria hasta la preparatoria. Doce tomos que siguen en el librero, que equivaldría al mueble mural. Pero hay otras, de las que me ha traído recuerdos tu entrada, que muy pocas veces fueron abiertas, pero de las que recuerdo la emoción que tenía cuando mi madre las adquirió.
ResponEliminaMe agrada que mi escrito te haya despertado emociones olvidadas. Me siento útil.
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