Recuerdo
que en mis años mozos me explicaron en clase de literatura las dos
corrientes que marcaron el Barroco: el culteranismo y el
conceptismo. Al culteranismo de don Luis de Góngora se le atribuía una pasión por la forma, un recargamiento estilístico. Según la resumida versión del profe prefería que la fachada del edificio
estuviese bien lustrosa aunque el interior tuviese desconchones. El conceptismo abanderado por Francisco de Quevedo y
Villegas (me fascinó la anécdota en la que aproximó un ramo de rosas a una
reina cojitranca y le dijo con retintín: Su Majestad, escoja) tenía el epicentro
fijado en la fuerza de las ideas, de los conceptos (de ahí su nombre). La
argumentación, el ingenio, la chicha por encima de la belleza del vestido.
Hoy
quiero referirme al respeto. Conozco alumnos, profesores y público en general
que se inclina por la versión culterana. Ceden amablemente el paso, te tratan
de usted, guardan su turno a la hora de intervenir en la clase, se despiden con
el adiós preceptivo y ejercitan con impecable maestría decenas de
convencionalismos que se agrupan en el cajón de la buena educación. Sin duda
hacen agradable la convivencia. Los rudos especímenes que van por el mundo
pisando a todo el que se cruza en su camino tienen mala prensa, aunque muchas
veces sus intenciones no sean tan malvadas como la de los culteranos del
respeto. He experimentado en mis propias carnes que en ocasiones cuando
contrarías al culterano, le cortas el rollo (expresión del tiempo), suele
abandonar las buenas costumbres y cruzar la línea roja para demostrarte que el
disfraz de bueno solo aceptaba el sí.
Juan
Carlos I de España salió de la clínica después de su famosa cacería de
elefantes y de tener que restaurarse la cadera para con carita compungida afirmar
que pedía perdón y que aquello (no dio ni una explicación del hecho) no
volvería a suceder más. Fue la primera trasgresión fragrante del respeto a la
que tuvieron acceso globalmente sus súbditos (nos guste o no el término) que
estaban acogotados por las inclemencias de una crisis económica salvaje
mientras él disfrutaba de un safari tan ricamente.
Ilustración de JATE
Juan
Carlos I de España se levantó de su silla la pasada Navidad para culteranamente
cambiar el estilo del discursito de marras. Y leyó (siempre lo que algún
iluminado le escribe) una frase homicida. Todos
los españoles somos iguales ante la ley. Los meses posteriores han sido una
exhibición conceptista de prebendas hacia su yerno y su hija. Él ha seguido
recibiendo en su palacete a todos los dirigentes del mundo con su campechanismo
habitual. Su hijo Felipe (el heredero que esperan los monárquicos de pro) ha
tenido que arrugar el entrecejo porque el populacho (desagradecido y cruel)
increpaba la buena vida que se raspa mientras el pueblo es desahuciado. El
respeto hacia sus súbditos se degradaba a velocidad de vértigo pero él, alto,
guapote, padre de familia ejemplar guardaba las apariencias con pulcritud.
Los
que repiten un insulto, también nos insultan. Es una desfachatez todo lo que
estamos teniendo que escuchar y ver respecto a las “supuestas propiedades”
vendidas por la infanta Cristina. Son una falta de respeto conceptista y culteranista
las explicaciones burdas del ministro de Hacienda. Es un escarnio que en este
junio tan Hacendoso los españoles comprobemos que la Agencia Tributaria solo
permite errores a los golfos y a los paganinis nos pone la soga por cuatro
chavos.
La
mejor manera de quitarse el mal sabor de boca es apelar de nuevo a otro Maestro
que hace tiempo dejo claro que entre esos
tipos y yo, hay algo personal.
Buenísimo!! Y totalmente de acuerdo. La guinda de Serrat, terminó con una entrada brillante. Gracias y un besote
ResponEliminaMuchas gracias. Y como dijo mi amiga Kristina...en el país de los ciegos el tuerto es el Rey.
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