Mi
pareja empezaba a dudar de su existencia mientras nos encaramábamos por una
carretera de revueltas por entre las escarpadas estribaciones de la sierra de
la Contraviesa, continuación hacia el mar de la majestuosa Alpujarra granadina.
Las chicharras fueron testimonio de sus risas cuando descubrió el cartel en el
desvío de la carretera general. A bombo y platillo se situaba el municipio de
Sorvilán como estandarte de la Costa Tropical. ¡En medio de semejante secarral!
Hacía
treinta años que no volvía. Si la infancia es una patria, este pueblucho
perdido en el mapa contenía algunas de mis provincias. Fui habitual veraneante
durante varios años, los catalanes volvían a ver a sus familiares en el mes de
vacaciones. Sorvilán es el pueblo de mis padres y de mis abuelos, todos fallecidos hace bastantes años. Después de
tanto tiempo si poner pie en esta castigada tierra todo me parecía más pequeño, deformaciones del recuerdo. A finales de agosto el sol que cae a
mediodía pesa toneladas pero yo me emperré en visitar la casa de mis
abuelos maternos en busca de no sé qué. Las preguntas profundas no suelen
tener respuestas sencillas. Una voz me sobrecogió desde la azotea adyacente,
una vecina con ese acento granaíno tan arrastrado me lo soltó a quemarropa: Tú
eres hijo de Isabel. A los pocos instantes apareció de la nada su hijo que se
sumó a la conversación para rematarme: Tienes la misma cara de tu padre. Nos convidó
a su bodega para refugiarnos del sol y del calor, sumergió un vasillo en una bota
familiar y nos dio a probar un vino sin aditivos. Después de treinta años de
ausencia seguía teniendo mi hueco en la vida de los que habitaban en un
Sorvilán en riesgo de extinción. Me despedí y recorrimos las calles desiertas
del pueblo, fui recogiendo las piezas del puzle del pasado para hilvanar mi
historia. No me podía despojar de la sensación de pequeñez que rodeaba todo lo
que descubría de nuevo. Nos detuvimos en el único bar del pueblo que regentaba
un amigo que se acordaba más de mí que yo de él. Me relató con detalles mis
andanzas infantiles con más fidelidad que mi memoria. Tu padre nos llevó a la
Rambla del pueblo en un Ford Fiesta marrón. Muerto me quedé. Iba descendiendo
escalón tras escalón a un pasado que nunca quise borrar.
Dicen
que por ser catalán censado tengo derecho a decidir. Por haber nacido en
Badalona, en la orilla del mismo Mediterráneo que se puede contemplar desde
Sorvilán. Puedo decidir sobre la independencia de Catalunya, es tan solo cuestión
de elegir dos adverbios en un presumible referéndum. Madrid nos roba. Me
anuncian los que agitan las banderas que puedo decidir desvincularme de España
pero que de ninguna manera lo haré de Europa, eso es irrenunciable. Nos
interesa, a ellos y a mí. Es el progreso. Pero yo no conozco Leipzig, ni Copenhague,
ni la mismísima Bruselas. Creo que Sorvilán y yo necesitamos algo más que dos
adverbios para sentirnos extranjeros.
No se puede ser extranjero en tu propia tierra. Rectifico, no se puede ser extranjero en "la tierra". Yo soy ciudadana del mundo y andaluza hasta las trancas. Sabía que tenías un poco de duende andaluz por tus venas.
ResponEliminaMe ha emocionado tu entrada, yo también he vuelto al lugar de mi infancia y me he sentido así en alguna ocasión. La sensación de pertenencia a un lugar u otro, nos cuenta donde fuimos felices.
Un besote.
http://bbbsss54-aprendiendo.blogspot.com.es/2014/01/recomenzamos.html (me gustaría que echaras un vistazo a mi última entrada, the moment, gracias)
mi madre es de melicena.municipio de sorvilan.solo he estado una vez ,bajada al pueblo guapísima,acompañado todo por el paisaje.el problema fue subir hasta el coche,tengo ciática y me quedaba clavado en las escarpadas subidas.el poble.molt maco,pro masa empinat per mi.
ResponEliminaFíjate tú como nos hermanamos cibernéticamente,jajajaja....
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