La sentencia es demoledoramente capciosa. El
diccionario relata que este adjetivo se aplica
a la pregunta o al razonamiento que se hace con habilidad para conseguir que el
interlocutor dé una respuesta que pueda comprometerlo, o bien que favorezca los
intereses del que la ha formulado.
Durante un año y medio leí en las caras de los que
se cruzaban conmigo esas tres palabras. Su mirada extraña indicaba que ya me había juzgado y condenado con leyes no escritas. Sin declaraciones, sin letrados, sin presunción de inocencia. Daban por probado que algo habría hecho. Si después quince años trabajando en un centro educativo a medio del
curso la monja-directora decidía echarme a la calle, con el agravante que mis
tres hijas estudiaban en el centro que me despedía, era obvio (me reitero aposta) que algo muy grave habría hecho. La misionera del Divino Pastor que tomó la
decisión añadió un componente a la disolución que hacía imposible mi
defensa: el secreto. Se negaba a explicar los motivos de mi despido a los
miembros del Consejo Escolar que debía ratificar su propuesta, con toda la pachorra argumentó (¿?) que
lo hacía solo por mi bien. La votación fue casi unánime en mi contra. Era obvio que
ese silencio tan bondadoso propiciaba malos pensamientos.
Era obvio que menos matar a Kennedy yo poseía todos los números para haber cometido las peores
atrocidades.
Los más neutrales recordaban que yo
había ejercido de jefe de estudios durante dos años (puesto de confianza de la
bondadosa) y que había dimitido también a medio curso de forma inesperada. Los más interesados en conocer la verdad empezaron a buscar en la dirección contraria diseñada por la capciosidad. Hacía mucho tiempo que los padres se quejaban de cobros ilegales en un colegio
concertado subvencionado con fondos públicos. Los más ecuánimes se acercaron a
conocer mi versión y escucharon de primera mano argumentos hasta ese momento
ocultos por el bondadoso silencio capcioso de quien quería cometer un atropello y quedar
impune. Los más valientes me arroparon en
un camino incierto, el de la justicia.
La monja bondadosa extendió frente a mí un cheque
con una cantidad nada desdeñable (finiquito), a cambio, debía ratificar mi autoría en unos hechos de los que no tenía noticias hasta ese fatídico momento. Despido amistoso y a otra cosa mariposa. Por mi bien. Las alas del chantaje
batían invisibles en un despacho sombrío en el que también empujaba a mi miedo una
venerable representante de la congregación que me alentaba a hacer lo que más
me convenía, por mi bien.
Por mi bien, no firmé. Con ayuda de mi abogado conseguí el
dinero que me correspondía (con unas leyes que actualmente han sido derogadas
por los magnates-mangantes de la productividad) y dediqué casi un año y medio
de mi vida a demostrar que mi despido respondía a los celos de una monja
mediocre que ocupaba un puesto que le venía grandísimo, al silencio de una
institución que prefería mirar para otro lado y embolsarse la pasta a
espuertas, con la complicidad de inspectores y delegados territoriales del Departament d'Educació de la Generalitat de Catalunya que
extraviaron mis denuncias o las dilataron hasta la eternidad, con la repugnante
sumisión de mis excompañeros que no levantaron un dedo por mí, con un sector de
padres que se vendió a la mejor postora para que sus hijos fuesen tratados como
reyezuelos y un sinfín más de gente que me ofreció el lado más oscuro del ser
humano. Para no cansarles con mis memorias les contaré el final feliz, la monja
bondadosa fue relevada también a medio curso (donde las dan las toman, obviamente, algo habría hecho) porque la
congregación consideró que era lo mejor para la institución, para el
colegio y para la propia interesada (valoración escueta y reveladora).
El cese de la directora no me produjo ningún
beneficio material pero sí una honda satisfación (plagio del campechano) promovida por el triunfo de la justicia sobre las tinieblas. Todavía me dura y me permite comprender a Josefina, hija y hermana de
asesinados por los falangistas, que clama justicia a Argentina. Con 21 años,
después de que hubiesen asesinado a su padre y a su hermana (vilmente violada),
se metió a monja porque “quería trabajar
con niños, que ninguno sufriera lo que yo”. Las buenas intenciones fueron retornadas con hiel
por las que la acogieron: “Las monjas me
hicieron sufrir muchísimo. Me tenían de esclava, siempre fregando. Fueron
crueles conmigo. Cuando a finales de los setenta empezaron las primeras
exhumaciones y yo salía todos los días, haciendo autostop a buscar la fosa de
mi padre, me lo prohibieron. ‘Algo habría hecho tu padre’, me dijeron”.
Sí se puede, aprovechemos las grietas de la impunidad.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada