En un momento de la charlotada
de ayer (debate del Estado de la nación), el presidente del gobierno y los dirigentes de la
Izquierda (con sus numerosas siglas) se acusaron mutuamente de vivir en el siglo pasado. ¡Gran
ofensa! Modestamente, me permitiría recordarles a sus Señorías que se quedaron
cortos, tienen un billete hacia el pasado que vale por dos cientos años. Todo
ese Parlamento (qué lamentable espectáculo de poltronas vacías en uno de los
debates más importantes del año) anda instalado en pleno siglo XVIII. Todo por el pueblo pero sin el pueblo.
¿Les suena? Es el lema del Despotismo Ilustrado, un concepto político adoptado
por muchas monarquías europeas absolutistas (no tenían leyes de transparencia
como la nuestra) que comprobando el agotamiento del sistema se sacaron de la
chistera unas reformas amparadas en conceptos filosóficos de la Ilustración.
Las medidas pretendían beneficiar al pueblo (paternalismo) pero sin escuchar a
esos mismos a los que tutelaban. Ya sabemos que la burguesía no estaba cómoda
en ese corsé y acabó forzando la Revolución Francesa para encaramarse al poder
(lección reducida de historia por falta de espacio).
Los mentecatos que ayer subieron
al estrado del Congreso de los Diputados (insisto en el absentismo vergonzante,
ni para hacer bulto sirven) representaron una obra teatral con una
interpretación tan deficiente que no merecieron ni la consideración del público
(ni audiencia televisiva ni centímetros en los titulares de los medios escritos
digitales y en papel, ya les gustaría tener el share del Évole). Son
previsibles, impostan sus airados enfrentamientos, doblan y redoblan las cifras
hasta que indican lo que quieren que indiquen, descalifican globalmente al enemigo
y se autoexalzan con una vanidad sin parangón. Y el país hecho unos zorros.
Una cosa es tener hambre y otra
muy diferente hablar sobre el hambre. Una cosa es estar parado y otra muy
diferente es manejar las estadísticas de ocupación, de población activa, de
empleo temporal y de otras zarandajas mientras que tu cuenta corriente a fin
del mes recibe una inyección de tres mil euros (mínimo, hay diputados con
complementos que pueden aumentar sustancialmente tan pírrica cifra). Una cosa
es ser un niño que vive en el umbral de la pobreza y otra sacar los tres
millones de niños en España que están viviendo en condiciones poco
recomendables para ganar el debate. Una cosa es ahogarte en las costas de Ceuta
y otra muy diferente echarle la culpa a la UE de la política de inmigración y reírte
cuando te piden la dimisión. Una cosa es no poder decidir sobre la maternidad
libremente y otra muy diferente legislar para agradar a un sector de tu
electorado y tener la pasta para que tu hija aborte en Londres como toda la
vida de Dios. Una cosa es criticar al gobierno y otra muy diferente es haber
hecho lo mismo cuando estabas tú en él.
Anden tranquilos, estamos en los albores del siglo XXI, hay
democracia, libertades, estado de derecho, una Constitución de fruta madre, 350
diputados (algunos ausentes porque estaban trabajando a destajo por el país),
un crecimiento económico, unos socios europeos, unos medios de comunicación
complacientes, una parte del pueblo dominado por las prebendas. ¿Quién se
atreve a decir que éste no es un país ultramoderno? ¿A que lo exiliamos?
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