En
los libros de la Historia no aparecen aunque sean la fuerza silenciosa y
mezquina que tritura la justicia. Son otros los responsables del dolor que
ellos administran en diferido. Son un eslabón privilegiado de una cadena
mortífera. Aunque Hanna Arendt les acusó de banales no les secuestró su
carácter maldito. Miran a la cúspide para justificar sus rastreras intenciones,
tramposos tahúres que esconden en sus mangas mugrientas intenciones egoístas. Obstáculos
de la solidaridad entre humillados, no sienten náuseas de prosperar entre
montañas de sufrimiento. El brillo de los ojos atemorizados nutre su existencia
anodina sin más incentivo que poner la bota en el cuello del débil.
Fueron,
son y serán. Parientes lejanos de los que azotaron con crueldad
las espaldas de los esclavos que construían las pirámides egipcias en honor de
aquel que premiaba con un chusco de pan duro el chaqueterismo. Familiares de
los kapos que lucieron brazaletes asquerosos en los campos de concentración
nazis remarcando su condición de vendidos. La Historia (esa que no les deja
aparecer en sus páginas gloriosas) hilvana su traición con un hilo teñido de
bajeza.
Aquí
los tenemos ahora brillando entre ruinas y cubos de basura de lo que se
llamaron Derechos Humanos, con la sonrisa homicida del voraz caimán no
distinguen entre presas y piedras. Alados por el miedo pavoroso que se disfrazó
de crisis mundial han borrado el futuro de los que no se someten a sus
designios caprichosos. Serviles domésticos, aprovechados provisionales,
ineptos y mediocres que intuyen sus techos y los quieren despedazar con las
armas prestadas de los que carecen de escrúpulos.
Qué
pasará cuando se acabe la guerra, cuando salga el sol al final de este tiempo lúgubre.
Dónde se esconderán, ¿entre la multitud liberada? No olvidéis sus caras,
entrenemos la memoria para que conserve la dignidad porque si no los aislamos volverán a multiplicarse cuando vuelvan los nubarrones.
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