Me dio
miedo pero no comprendí la metáfora. En mis años mozos la mente estaba demasiado tierna para entrar en la profundidad de aquella historia inverosímil. Un tipo que se quedaba encerrado en una cabina. Durante los treinta minutos que duraba la peli no paraba de preguntarme por qué nadie ponía cordura a aquel dislate. Años después leí por obligación académica La metamorfosis de Franz Kafka. Sabía
que había mucha tela que cortar debajo de la historia del hombre que de la
noche a la mañana se convertía en un asqueroso escarabajo. Hoy ya sé que el absurdo es un truco para despertar la conciencia.
Hoy
ha llegado La cabina a mi puerto
gracias a un barco en forma de entrevista al protagonista, el bigote de José
Luis López Vázquez no se borrará nunca de mi memoria, es el prototipo de
españolito medio, feucho, canijo, histriónico. ¡Qué gran actor! Si fuese americano
hubiese recibido la estatuilla del tío Oscar unas cuantas veces. Hace media
vida creí que la peli de Antonio Mercero (con guión de mi estimado José Luis
Garci) era una historia claustrofóbica sin más pretensión que transmitir esa
sensación al espectador. Hoy, después de visionarla con unos ojos dominados por
la presbicia (vista cansada de ver mucho y no todo bueno), me produce más claustrofobia
lo que envuelve a la cabina, el paisaje sórdido de una España que pasó de la
autarquía a la globalización a ritmo de pasodoble, trago de cazalla y
alpargatas. Todo arranca de una nimiedad, una terca casualidad, el desarrollo de la
película se impregna de un surrealismo que aterra.
La historia de Gregor Samsa guarda cierto paralelismo con La Cabina. La
incredulidad inicial te introduce en un universo kafkiano (se quedó el adjetivo para siempre)
para comprender el laberinto humano con más facilidad. Quien
idenfica el elemento imaginario que se vincula con el elemento real de la
estrambótica metáfora tiene herramientas para investigar realidades que escapan al gregario transitar
a que nos somete una sociedad dirigida por los interesados en arrinconar a los
escarabajos o ejecutar a los que se quedan encerrados en una cabina telefónica
(quizás debí describir a los más jovencitos en qué consistía ese artefacto que durante
un tiempo decoró las ciudades españolas de la transición).
Hago
una llamada a releer y a revisionar lo descubierto con los ojos demasiado tiernos de otros
tiempos. Los ojos pertenecían a alguien al que llamaban por nuestro mismo
nombre pero que seguramente está muy lejos del que somos ahora. El impacto que
recibiremos es muy superior a ese invento del 3D que juguetea con la parte
exterior del cerebro pero que no trastoca lo más íntimo de nuestro existir. La
Cabina puede que sí.
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