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-Todos los padres queremos darle la
Luna a nuestros hijos.
-
-No.
-
-¿No?
-
-Luego te pedirán Júpiter.
El diálogo lo mantengo con mi peluquera
mientras me siega las melenas. Es vox populi la entrega incondicional de los
padres respecto a los hijos (no viceversa). Y eso tiene unas consecuencias
económicas trascendentales.
Cuando nace un crío, sus padres, abuelos, tíos,
vecinos y gente de bien depositan expectativas sobre él, eso produce una
apreciación de la mercancía. Durante la tierna infancia las acciones siguen
subiendo en gran parte por la ceguera que produce el amor y por los tópicos
sociales tan abundantes como indiscutibles. Una niña torpona pretende
convertirse en bailarina del Bolshoi por la ilusión de su madre que siempre
quiso serlo. Un niño que recita a Espronceda tiene un pie en la RAE según su
padre administrativo con ínfulas de poeta. Y el niño o la niña, más sensatos
que muchos adultos, se sienten apreciados (no amados, sino poderosos por la
mirada defectuosa del cariño) y con buen criterio se dedican a especular.
Cuando realizan la primera gran cagada el entorno acude en su ayuda para que
no se hundan en un merecido fracaso.¿Y
si se trauman? ¿Y si más adelante nos reprochan que no los socorrimos? ¿Y si
somos malos padres? No se puede desafiar a la abnegación familiar, los padres
siempre están ahí (hay veces que mejor que se fueran un ratitode paseo). La
criatura crece en una burbuja (más irreal que la inmobiliaria) y sube y sube de
valor escoltado por unos accionistas inconscientes que no quieren reconocer
techos. Y cuando el niño o la niña suspenden su primera asignatura se derivan responsabilidades
al profesor o el sursun corda, todos menos él. Es una manipulación del mercado para
que las acciones sigan en ascenso. Poco a poco, desde las cumbres, los tiranos
barbilampiños o las emperadoras Monster High se acostumbran a la buena vida a
costa de negociar la culpabilidad de sus
padres. En la tele sale una tal Supernani que los convierte en héroes, hay
niños mucho más pirados. Y aunque no se saquen la ESO les comprarán una moto,
máximos históricos en el parquet bursátil. Y aunque se pasen la noche de juerga
y no peguen ni golpe en casa, les seguiremos dando de comer y comprando la
ropa. Y les cargaremos el móvil para que no desentonen en la manada. Y con el
rollito de que no hay trabajo seguirán calentando la silla en el instituto y molestando
a los pocos que están atentos.
Ha llegado el momento de depreciar la moneda y
de controlar una inflación que hizo proliferar la mala educación por doquier.
No es fácil. Todos clamamos por una
cultura del esfuerzo que suena a chino mandarino a estas generaciones
indolentes. La recuperación de la autoridad de los padres es un proceso
durísimo, la de los profesores, casi un imposible. La sociedad se puebla de
mastuerzos que chulean a sus padres o al primero que ofrezca debilidad. La desesperación de Wall
Street en el crac del 29 llevó al suicidio a inversores que vieron como las
acciones se convertían en papel mojado. No quiero ser agorero, pero los precios
que ha alcanzado la carne de jovenzuelo es insostenible. Ni los percebes. Necesitamos
un New Deal que regenere las inversiones desde las raíces (los que nacen hoy).
Por si acaso, si se encuentran en alguno de los
supuestos descritos, y un desalmado con rasgos físicos parecidos a los suyos les
amenaza con elegir entre la bolsa (seguir chupando del bote y seguir subiendo
el valor de unos títulos inservibles) o la vida (mandarles a paseo y que se
espabilen de una puñetera vez). Ustedes, apreciado público, siempre, escuchen bien lo que les digo,
siempre, elijan la vida.
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