Hoy
empieza en mi instituto la huelga de estudiantes contra la ley Wert, la LEC (la
ley catalana que incluye el fascista decreto de plantillas) y contra los
recortes a la enseñanza pública. El proceso (que en el fondo es lo que
realmente importa porque las consecuencias se las pasarán los mandamases por el
forro) ha sido denigrante para mis ojos y para mis oídos. Los nuevos cachorros
(carne de cañón de este sistema que aniquilará a los ignorantes) están muy bien
instruidos en la zafiedad. Empecemos por decir que no tienen ni puñetera idea
del contenido de ninguna ley educativa (repiten como loritos los resúmenes
sindicales). Les han inculcado a machamartillo que no hay futuro más allá de la
pantalla de su móvil y como les interesa (cuida el cutis de su vagancia) se lo
han tragado a pies juntillas. Es
duro comprobar que no tienen autonomía alguna, traducido, dignidad (busquen la
socorrida palabra en el diccionario y me darán la razón). Es más duro comprobar
que la masa jalea con entusiasmo consignas demagógicas en uno y otro sentido.
Las que invitan a faltar a clase por el nimio argumento de no pegar golpe, las
que desmotivan diciendo que las huelgas no sirven para nada y la historia lo
comprueba. Este instituto mío no es más que un reflejo de lo que se vive en la
calle cada día. La división de los afectados entre titanicistas (sálvese quien
pueda) y los miedosos (que me salve el primero que pase, rápido y sin dolor).
Los titanicistas suelen guardan silencio, esconden sus intenciones para trepar
sin competencia por los andamios del desconcierto. Los miedosos tienen mala
conciencia y parlotean por los codos expandiendo a toda oreja proclive excusas
de mal perdedor: no me lo puedo permitir, no sirve para nada, yo las he hecho
todas pero ahora estoy harto de que nos manipulen y así cien patrañas más,
todas con el denominador común de esperar que alguien venido de otro planeta
nos saque las castañas del fuego.
Entro
en clase a las ocho de la manaña y recibo el penúltimo bofetón. Dos alumnas
esquirolas (ahora ya no se les puede ofender), dos alumnas que ejercen su derecho
al trabajo me esperan en su mesas rodeadas de desierto. Ha querido la
casualidad que sean dos repetidoras, dos muchachitas que desperdiciaron los
3.000 euros que nos gastamos todos el año pasado en su formación y que este año
van camino de dilapidarlos con su actitud displicente. Pero hoy, precisamente
hoy, han decidido mostrar interés por los estudios. El colmo del denigre es que
como son menores trajeron el papel de autorización de sus padres para no venir
los tres días de huelga. Las conmino a abandonar la clase por coherencia y se
marchan derechitas al jefe de estudios para buscar amparo. Tres minutos después
tengo al capo en mi clase exigiéndome la readmisión. Le argumento mi decisión
pero no le convence, me confirma que son los alumnos los que mandan en el
centro y si me queda alguna duda sobre que soy la última mierda, él ordena que
reciban la clase correspondiente. No me había cuadrado desde el servicio
militar, sin taconazo pero con mala leche he acatado las órdenes de mi superior
(resumiendo soy un cobarde más que tengo que ganar pasta para cumplir con mis
obligaciones y mis caprichos).
En
la próxima clase de segundo de bachillerato me esperan tres alumnos más (total,
a ellos no les importa el recorte de becas, no esperan pisar la universidad ni
por aproximación, dormitan en espera de que les siga cayendo la sopa boba
paterna).
Por
una educación (¿qué?) pública (¿qué?) de calidad (¿requetequé?). Desde las
trincheras, seguiré informando.
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