Yo
nací sin tele en color. Acoto más la aseveración, yo nací sin televisión.
Durante muchos años de mi infancia tuve que levantar la vista (una pantalla en
blanco y negro colgaba de un balconcillo esquinero en un bar de mi barrio) para
saber qué acontecía en el mundo exterior. Hasta los doce años no entró en casa
una Sanyo de 32 pulgadas. Mi memoria retiene detalles del magno evento, fue un
sábado a última hora de la tarde, los operarios la desembalaron y la colocaron
encima de un mueblecito de ruedas giratorias y baldas de vidrio, conectaron los
cables a la antena y... ¡e voilà!, se hizo el milagro. Me sobrecogió el verde refulgente del
césped de la Romareda (ese estadio siempre tendrá un hueco en mi nostalgia). Acostumbrado a
las sobrias tonalidades que iban del negro al blanco quedé traspuesto ante la sobredosis
de cromatismo. Se enfrentaban el Zaragoza
y la Real Sociedad, resigo mentalmente la tipografía galáctica de los números del
marcador (0-0) y siento cercano el regocijo de distinguir a los dinámicos jugadores que permanecían paralizados en mis cromos. Quizás esa noche, que
algunos (siento defraudarlos) podrían marcar en rojo en mi biografía como hito del progreso, murió una parte de mi imaginación.
El
fútbol con el que yo vibré en mi infancia salió de la boca de José Luis
Fernández Abajo, era un locutor radiofónico con una excelente dicción y un ritmo
narrativo ágil y colorido que me ilustró lo que sucedía en los terrenos de juego. Con su
riqueza de vocabulario era más fácil imaginar las jugadas (lances del juego decía
él) y ensamblar realidad y palabra. Las entretenidas retrasmisiones de Fernández
Abajo fueron un bálsamo para paliar el sufrimiento por los colores blanquiazules de mi Espanyol. El locutor combinaba con maestría acción con valoración, el adjetivo certero determinando el matiz (entrada escalofriante, pase
milimétrico, arbitraje riguroso), una visión de conjunto para orientar al oyente (choque a cara de
perro, partido anodino o toma y daca sin tregua). La sinonimia brotaba de la voz de aquel pintor de vocablos: el trencilla sustituía al
archisabido árbitro (también lo citaba como juez de la contienda). Un
cancerbero o arquero para evitar la reiteración de portero. Los volantes o mediocampistas, el delantero centro como estilete, punta de lanza o referencia ofensiva. Una defensa rocosa, un equipo compacto, un técnico visionario, un cambio oportuno, una pena máxima (penalty) inexistente, una caída teatral...
El
Espanyol casi nunca arrollaba a sus contrarios, era habitual que se mostrara
romo en ataque, que se le vieran las costuras a la defensa y que la medular no
carburase lo suficiente. Las dianas (goles en traducción coloquial) costaban en
llegar pero un servidor, con el alma encogida, esperaba como agua de mayo, que
sobre el tapete del Bernabeu o el patatal del Plantío burgalés, se produjese un disparo que
llevase marchamo de gol (una ocasión flagrante made in Fernández Abajo). Ya ven ustedes con qué poco se
conformaba la imaginación de un niño sin tele.
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