dijous, 12 de desembre del 2013

DESDE MI OBSERVATORIO



Cambia la zona de la piel en la que erupcionan los granos, los andrajosos ropajes varían al son que marcan las franquicias de la moda, los peinados se rizan o se estiran a imitación del último galancete y la descollante cantante americana del momento. Los insultos se plagian de cualquier serie televisiva que discurra por los caminos de la grosería. Los chistes se filtran por el youtube, las ideas (¿hay?) circulan por los bocadillos del watssap. El río de Heráclito, el mismo río pero siempre con agua diferente.

El observador (yo) aunque en la misma atalaya, con el mismo nombre, con semejante cometido, también varía. Envejece y se hace menos tolerante, refunfuña y se le escabullen las ilusiones, las experiencias lo endurecen y le hace mella la falta de estímulos. Es la misma orilla pero siempre con tonalidades diferentes.
Les hablo de mis clases. Cada año suelo contactar con doscientos alumnos. Suelo conversar con una treintena de padres, suelo compartir claustro con unos sesenta colegas, suelo recibir dos centenares de órdenes o directrices desde las altas esferas. Y así, va para unos veinte años de ejercicio profesional. Insisto en el adejtivo, soy un poco alérgico a las vocaciones que esconden a veces (otras es potencia, lo reconozco) falta de rigor y exigencia.
Mi primer mes de cada nuevo año lo dedico a la domesticación. Piensen que los alumnos son pequeños reyezuelos que cuando convergen en un aula quieren seguir con sus prebendas. Intentan burlar la autoridad del profe que les exige dejar las armas en la entrada. El pulso es a muerte, o ellos o yo. Tengo mis estrategias que varío a medida que fracasan y mantengo cuando alcanzan el objetivo. La experiencia es un grado. Durante el mes de domesticación gasto una gran cantidad de calorías, muy superior a las que gastaré el resto del año, a ese ritmo me tendrían que ingresar en un frenopático.
Desde mi observatorio vengo observando que cada vez se alarga el período de domesticación de los pipiolos. Y ya me conocen, no puedo resistir la tentación de reflexionar, de buscar las motivaciones a la tardanza en restablecer una jerarquía mínima para que fructifique el aprendizaje. Tengo tres grandes ejes explicativos:

      1) La sobreprotección. El alumno es consciente de su poder para enfrentarse al mío. Unas mentirijillas bien distribuidas, unas caras compungidas al primer fracaso pueden movilizar los tiernos sentimientos de otros profes o del ejército psicolópedagógico que inmediatamente se pone de parte del menor. No condeno su habilidad pero combatirla me produce un fuerte desgaste.

       2) Las orejas proclives. Los directores y jefes de estudios lejos de minimizar sus opiniones y contextualizarlas, en muchas ocasiones las fomentan. Quieren tener informes negativos de los profes díscolos para poder reducir sus críticas y reclamaciones. Los alumnos van por la puerta de atrás y mueven la silla del profe que en la mayoría de las ocasiones cede para evitar males mayores. En mi caso, más desgaste.

           3) Las falsas creencias. No vale de nada estudiar, no encontraremos trabajo, no eres nadie para mandarme, me tienes manía, no haces las clases divertidas, no nos entiendes, tienes un carácter muy fuerte, no escuchas. ¿Quieren alguna más? Arraigadas en el ADN de estas nuevas generaciones, son armamento ligero, piedras, dardos, navajillas, no matan pero estorban.

Desde mi modesto observatorio (nada que ver con los fastos del PISA) auguro una sociedad débil, enfermiza, con ciudadanos poco autónomos por su escasa formación. Las expectativas megalómanas de los padres, los chanchulleos de los gobiernos de turno con la educación y las intenciones de conseguir un analfabetismo funcional de una buena parte de la población (el 20% que no hay manera de colocar en mercado laboral) por los poderes fácticos, están detrás del desaguisado.
Hagan un análisis del agua del río y verán que no ando demasiado equivocado, está contaminada.

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