Es la puerta del desierto. Tuve noticia de ella
leyendo al emprendedor Marc Vidal. Una ciudad mauritana fundada en el siglo
XIII, centro del paso de caravanas entre el África del Norte y la subsahariana.
Cada cierto tiempo una lengua de arena entierra una parte de ella y cada cierto
tiempo los habitantes de Chinguetti deciden reconstruir la parte sepultada un
par de kilómetros más allá. Cada cierto tiempo vuelve el desierto a darle un
bocado a la ciudad y cada cierto tiempo se vuelve a crear una nueva. El europeo escéptico y práctico (en este caso
Vidal) no entiende por qué los habitantes de Chinguetti no son más previsores y
la alejan veinte o treinta kilómetros del inexorable desierto.
-Eso sería una terrible tragedia. Evitaría
que otros pudieran hacer la maravillosa labor que nosotros estamos haciendo.
Reinventarnos sobre nuestra propia desgracia.
En nuestra cultura el fracaso es un estigma. La
tiña moderna. Hay que acertar en la profesión que elegimos, en la pareja a la
que nos unimos, en el piso que compramos, en el jamón que comemos y en el
futuro que soñamos. Todo tiene que ser perfecto. La vida con sus imponderables
y sus incertidumbres se encarga descabalgarnos del éxito pero nosotros con una
maestría admirable escondemos el fracaso debajo de la alfombra de los
autoengaños. La primera estrategia es desviar las responsabilidades a alguien
que no somos nosotros (obviamente), la segunda no reconocerlo como fracaso y
las siguientes pasan por perdurar en los hábitos y creencias que nos llevaron
al desastre. Moraleja: no aprendemos un carajo.
La mala prensa del fracaso trae apareada la
inacción. Nadie quiere arriesgar lo más mínimo, aunque la arena del desierto se me
meta por las fosas nasales no me muevo, no innovo, no cambio. Alguien vendrá a
rescatarme. La crisis económica ha sepultado medio Chinguetti y gran parte de
la población se agrupa en torno al otro medio esperando que escampe. No se les
ocurre pensar que hay que reinventarse sobre la propia desgracia o la
inexorable lengua de arena arrasará lo poco que queda.
El otro día escribía
sobre la necesidad de fomentar la magnanimidad. No nos vale con el traje de diario,
con las chanclas y el sombrero de paja, es necesario que nos pongamos la armadura,
que agarremos con fuerza la lanza y que nos vayamos a matar dragones.
Yo llevo un tiempo revolcándome en fracaso. Dejando
que impregne cada uno de mis poros, verbalizándome el polvo que he mordido,
lijándome las humillaciones y el tiempo perdido. Y cuando se seca el mejunje, me
miro y siento al invencible que llevo dentro. Les prescribo para este caluroso
verano unos baños de fracaso para encontrar al magnánimo que habita dentro de ustedes, apreciados lectores.