¿Ustedes
dejarían la educación de sus hijos en manos de un/a desequilibrado/a? Un, dos,
tres... responda otra vez (ya ven que llevo dos posts algo nostálgicos).
¿Ustedes dejarían la educación de sus hijos en manos de un/a frustrado/a? Un, dos,
tres... respondan las tres veces sin ambages, sin subterfugios cobardes, sin
pensarlo demasiado, a bote pronto. Si han respondido sí, directamente a una
escuela de padres de esas que están ahora tan de moda. Si han respondido no,
sigan leyendo.
Es
necesario entrar en territorios pantanosos para comprender el desaguisado
global. Aquí no se ha llegado por casualidad, ni por vivir por encima de
nuestras posibilidades ni por leches (era otra palabra, pero la buena educación
obliga a ciertos sacrificios) en vinagre. Llevo veinte años dando clases, por
mis manos han pasado unos diez mil alumnos, he conocido a unos tres o cuatro
mil padres y he compartido organización con unos mil colegas. Los cálculos son
a ojo de buen cubero (quien fabricaba cubas tenía que tener un ojo clínico
aguzado). Mi dilatado curriculum me sirve para constatar que en los últimos
tiempos algo peligroso está sucediendo a mi alrededor. Veo comportamientos
extraños y peligrosos, no llamen todavía a Iker Jiménez, ni crean que estoy
inmerso en un brote esquizofrénico.
La
crisis, el desencanto, el miedo, la frustración, están haciendo emerger a
superficie toda la mierda que los profesionales del sector teníamos guardada
cuidadosamente en nuestros refugios nucleares. Un profesor es un ser humano
(los alumnos a veces lo dudan) y arrastra con sus apuntes de la asignatura un
buen ramillete de filias y fobias. Hasta
aquí, todo normal. Pero lo que ahora contemplo por los pasillos de mi instituto
y lo que me cuentan otros compañeros de profesión entra dentro de la categoría
de los fenómenos paranormales (no llaméis todavía a Cuarto Milenio). Profesores
y profesoras que desbordados por las
presiones explotan en llantos, gritos, taquicardias y malos modos. No soy
psicólogo (Dios me libre) pero supongo que los estados carenciales de respeto
puede ofrecer estos síntomas. Gran parte del profesorado anda desarbolado en el
cambio (lost in traslation), no encuentra por ninguna parte a sus referentes,
aquellos profesores eruditos y admirados de su infancia que seguramente le
impulsaron a dedicarse a la fructífera actividad de educar. El desprecio de los
alumnos (una mayoría) por lo que pretende enseñarles, el menosprecio de
familias y administración que andan en sus cuitas, genera otra sintomatología
preocupante: un lloriqueo incesante. En reuniones docentes, en ascensores, en el
metro y hasta en la ingesta sagrada del pollo a l’ast de los domingos. Los profesores se
han contaminado de crispación. Los argumentos y los razonamientos pierden peso
peligrosamente y lo ganan las facciones, las cobardías y el sálvese quien
pueda.
Necesitamos aire puro, más si tenemos en cuenta que los educandos llegan al
instituto con su cerebro bien aprovisionado de gases letales producidos en
estercoleros cibernéticos o televisivos. Si no somos capaces de descontaminar
el ambiente entre todos, de devolver al aula unos niveles aceptables de oxígeno, el milagro de educar será imposible y las preguntas con las
que inicié el escrito dejarán de pertenecer a la esfera de la provocación para integrarse en el capítulo de las verdades
insostenibles.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada