divendres, 15 de febrer del 2013

CONTAMINADOS





¿Ustedes dejarían la educación de sus hijos en manos de un/a desequilibrado/a? Un, dos, tres... responda otra vez (ya ven que llevo dos posts algo nostálgicos). ¿Ustedes dejarían la educación de sus hijos en manos de un/a frustrado/a? Un, dos, tres... respondan las tres veces sin ambages, sin subterfugios cobardes, sin pensarlo demasiado, a bote pronto. Si han respondido sí, directamente a una escuela de padres de esas que están ahora tan de moda. Si han respondido no, sigan leyendo.

Es necesario entrar en territorios pantanosos para comprender el desaguisado global. Aquí no se ha llegado por casualidad, ni por vivir por encima de nuestras posibilidades ni por leches (era otra palabra, pero la buena educación obliga a ciertos sacrificios) en vinagre. Llevo veinte años dando clases, por mis manos han pasado unos diez mil alumnos, he conocido a unos tres o cuatro mil padres y he compartido organización con unos mil colegas. Los cálculos son a ojo de buen cubero (quien fabricaba cubas tenía que tener un ojo clínico aguzado). Mi dilatado curriculum me sirve para constatar que en los últimos tiempos algo peligroso está sucediendo a mi alrededor. Veo comportamientos extraños y peligrosos, no llamen todavía a Iker Jiménez, ni crean que estoy inmerso en un brote esquizofrénico.
La crisis, el desencanto, el miedo, la frustración, están haciendo emerger a superficie toda la mierda que los profesionales del sector teníamos guardada cuidadosamente en nuestros refugios nucleares. Un profesor es un ser humano (los alumnos a veces lo dudan) y arrastra con sus apuntes de la asignatura un buen ramillete de filias y fobias. Hasta aquí, todo normal. Pero lo que ahora contemplo por los pasillos de mi instituto y lo que me cuentan otros compañeros de profesión entra dentro de la categoría de los fenómenos paranormales (no llaméis todavía a Cuarto Milenio). Profesores y profesoras  que desbordados por las presiones explotan en llantos, gritos, taquicardias y malos modos. No soy psicólogo (Dios me libre) pero supongo que los estados carenciales de respeto puede ofrecer estos síntomas. Gran parte del profesorado anda desarbolado en el cambio (lost in traslation), no encuentra por ninguna parte a sus referentes, aquellos profesores eruditos y admirados de su infancia que seguramente le impulsaron a dedicarse a la fructífera actividad de educar. El desprecio de los alumnos (una mayoría) por lo que pretende enseñarles, el menosprecio de familias y administración que andan en sus cuitas, genera otra sintomatología preocupante: un lloriqueo incesante. En reuniones docentes, en ascensores, en el metro y hasta en la ingesta sagrada del pollo a l’ast de los domingos. Los profesores se han contaminado de crispación. Los argumentos y los razonamientos pierden peso peligrosamente y lo ganan las facciones, las cobardías y el sálvese quien pueda.
Necesitamos aire puro, más si tenemos en cuenta que los educandos llegan al instituto con su cerebro bien aprovisionado de gases letales producidos en estercoleros cibernéticos o televisivos. Si no somos capaces de descontaminar el ambiente entre todos, de devolver al aula unos niveles aceptables de oxígeno, el milagro de educar será imposible y las preguntas con las que inicié el escrito dejarán de pertenecer a la esfera de la provocación para integrarse en el capítulo de las verdades insostenibles.

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