Uno ya tiene canas, ha dejado de comulgar con
ruedas de molino y desconfía de los que agitan banderas pintadas para la
ocasión. ¿Adónde voy con tanto escepticismo?
EDUCACIÓN PÚBLICA Y DE CALIDAD.
Es el lema de
moda frente a las tijeras del poder. Es obvio que la falta de inversión degrada
la educación pero antes de los recortes la educación pública ya era un soberano
desbarajuste. Los agitadores de masas (progres e izquierdosos de boquilla en su
mayoría) esgrimen la bandera revolucionaria para tapar responsabilidades
propias y cargarle al muerto al que mete los dedos en las tijeras. Para
esconder sus vergüenzas se encasquetan una camiseta amarilla con el mensaje
mesiánico implantando un estalinismo de salón. ¿Tu talla, por favor? No, no me
la pondré. Ah… Desconcierto, mirada agresiva y desprecio. No eres de los
nuestros, no sigues al rebaño.
El día que vi al director más tirano que he
conocido con ella puesta me entraron las primeras náuseas. Lo vi en una
manifestación multitudinaria en Barcelona. Abrió el instituto, pasó lista, dejó a sus
lacayos y esclavos (esquiroles todos) currando y él se sumó a la
marea amarilla como si tal cosa. Un par de horitas de agitador y vuelta a joder
la marrana como cada día. En un arrebato de generosidad interesada pagó la
pancarta que sus secuaces pasearon con orgullo por las calles barcelonesas, con
fondos públicos, no fuera a ser que si los revolucionarios tuviesen que apoquinar se tornasen en vigorosos
reaccionarios. Decoró la entrada del instituto con su inversión, la
inmortalizó en la revista de la escuela para que nadie dudase de su adscripción
a las protestas contra el sistema. El muy hipócrita se jacta en la intimidad de
cómo controla a los profes de su centro y cómo los esclaviza. Cuando atiende a
su superior jerárquico (el inspector), embajador de los recortadores, cualga la camiseta amarilla en el
perchero y se pone la corbata de negrero.
He decorado mi mesa de trabajo en el instituto con
las tres comunicaciones de falta de asistencia en día de huelga. Una
provocación en toda regla para los que me rodean, dóciles en su mayoría. Doscientos setenta euros me han guindado por la
bromita de reivindicar una escuela pública de calidad. No llegamos a un 25% los
damnificados en mi instituto, el resto tiene su camiseta amarilla y la pasta en sus cuentas
corrientes. Y no les puedo llamar esquiroles, se cabrean como monas mientras me invocan respeto a las libertades sacrosantas. La
bilis sigue desparramándose por mis costuras cuando veo con la asiduidad que
asisten a todas las manifestaciones habidas y por haber mientras en su quehacer
diario son agentes perpetuadores del poder que destroza la educación
pública. Qué calidad pueden ofrecer los lameculos sin más ideología que ser los
últimos supervivientes del Titanic.
Preciso para acabar. No generalizo sobre las
camisetas amarillas, explico con voz ácida lo que veo a mi alrededor. Y lo que huelo, hay
orégano, por supuesto, pero no todo el monte.
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