Recupero de nuevo una expresión materna. Entrar en
terreno pantanoso, lleno de vericuetos, con matices, con posibilidad de no
salir a superficie. Mi madre pensaba que con cierta gente era recomendable no
entrar en ese territorio. Yo no le hice todo el caso que se merecía y he tenido
la virtud de meterme en honduras con gente que me ha empantanado hasta las orejas.
De mis fracasos, he aprendido, pero siento la tentación de volver al precipicio
a juguetear con los bordes.
Ayer fue día de entrega de notas en mi instituto.
Me pasé casi cuatro horas de mi existencia conversando con los padres (he sido
impreciso en el género, el 99% fueron madres). Las notas fueron la excusa para iniciar
un diálogo más fructífero sobre la educación y la vida de sus vástagos. No les
quiero alarmar pero siento una cierta desesperación entre la población adulta
en lo referente a las criaturas que trajeron al mundo. Aunque lo quieran
disimular con expresiones complacientes y comprensivas que mandan los cánones
políticamente correctos denoto un hartazgo vital, un peso brutal, una falta de
sentido a los esfuerzos que cada día acometen por sus hijos. Tienen (tenemos)
la sensación de estar creando pequeños monstruitos que chupan de la médula
económica de sus progenitores y que no hay quien meta en vereda (y menos en
tiempos estivales). Estudian poco, consumen mucho. Nulos en las tareas de la
casa, estrellas en enmerdar todo el territorio por el que pisan y en cuestionar
las vidas de todo quisqui menos las suyas. Y eso cansa.
Los padres me pedían soluciones prácticas, casi de
cursillo CCC. Y yo, sin hacerle caso a mi madre, me metí en Honduras.
Literalmente. Les hablé de esos 50.000 niños hondureños que cruzaron ríos,
valles y montañas, además de fronteras, hasta llegar a la soñada tierra de
promisión, los Estados de Unidos de América, donde el Premio Nobel de la Paz
los captura para devolverlos a su pueblo de origen. Sin padres, sin tutores
legales, sin encomendarse a Dios ni al Diablo se meten miles de kilómetros
entre pechito y espaldita para escapar de la violencia (47 de las 50 ciudades
más violentas del planeta están en América) y del hambre. Esos niños en la
parte posterior del cerebro tienen una neurona que no tienen mis alumnos (hijos
de los padres desesperados por una indolencia desesperante), es la neurona de
la necesidad. O se espabilan ellos o nadie vendrá a sacarles las castañas del
fuego. Los autóctonos tienen otra neurona, la que les informa que la familia se
hará cargo de sus caprichos hasta los 40 años porque como no hay trabajo están
en la obligación de mantenerlos (no es listo Rajoy cuando platica sobre la
necesidad de la institución familiar en estos tiempos).
Ayer tranquilicé como pude a los padres. Honduras
está muy lejos, yo no seré el tutor el año que viene y sus hijos cambiarán,
seguro que cambiarán. Mi madre respira aliviada desde donde esté.
Una realidad que pone la piel de gallina...
ResponEliminaUna realidad injusta y caprichosa...
Una realidad que se asemeja a una de tantas películas futuristas donde la minoría vive en una burbuja de espuma refrescante... y la mayoría es pasto de ese territorio pantanoso.
Mari M.
Tal que así.
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