En la República de Platón ya se definía el
contrato social como un pacto entre egoístas racionales. Rousseau lo defendía
precisamente por eso, porque en teoría debía ser un dique seguro contra la ley
del más fuerte. Qué gran mentira, el pacto social nos deja indefensos (nos
alienaba en teoría para convertirnos en iguales), a merced de que nos pateen el
hígado sin piedad los aprovechaos y mentirosos.
Les paso a mis alumnos de Segundo de Bachillerato
un documental sobre Monsanto, coloso empresarial de agricultura transgénica. Se
flipan con los destrozos que ha cometido durante más de 50 años en EEUU y en el
resto del mundo. La pregunta final de una alumna es obligatoria: ¿Esto cómo se
puede parar? Traduzco, cómo evitar la ley del más fuerte.
Un pacto exige lealtad. Las reglas del juego son
imprescindibles para jugar. Los tramposos quedan al margen (llámenle cárcel).
No tiene sentido empezar a jugar sabiendo que te van a timar. No jugaría nadie
si supiese que va a perder seguro. Nadie debería estar obligado a jugar si así
lo estima. La lealtad de los jugadores puede estar definida por el índice de
honestidad (me lo acabo de inventar). Podría definirse como el valor de la suma
de creencias que tienen respecto al cumplimiento de las normas o leyes que nos
concedemos para evitar la aparición del poder del primo de Zumosol.
Las primeras sospechas las tuve a principio de
curso cuando pregunté a los espectadores del documental de Monsanto (mis
alumnos) cuál sería el límite en el que empezarían a mentir. Comprobé con
estupefacción que por una recompensa (tampoco ninguna barbaridad) o por una
presión (no piensen que se referían a poner en peligro su vida) pronunciarían
cualquier falsedad que les pidiesen los supuestos chantajistas. Agradecí su
sinceridad aunque en mi sótano bramaba contra su deleznable maleabilidad.
Cuando me preguntaron sobre cómo combatir a Monsanto no pude por más que remitirme
a sus propias declaraciones. Monsanto se aprovecha del desconocimiento, de la
compra de expertos para que le elaboren informes favorables o de la presión a los gobiernos para que desregulen el mercado alimentario. Nadie podrá detenerlos si
no se eleva el índice de honestidad y de cultura de las próximas generaciones.
La corrupción es cosa de tramposos. De gente con
poder (otorgado por el pacto social) que decide tomar atajos para llegar el
primero a la casilla final de la oca. Muchos participantes en el trucado juego
se lo miran de reojo con una envidia malsana. No quieren erradicar a los mafiosos
sino que quieren ser uno de ellos y la mejor manera de ingresar a largo plazo
en tan selecto club es vocear a los cuatro vientos que todos los políticos son
iguales, que todos en su lugar harían lo mismo (especialmente ellos), y que no
es para tanto (no se les ocurra a los honestos mandarlo a prisión en caso de
futura corrupción). Índice de honestidad por los suelos.
Si quieren provocarse la incredulidad léanse el Barómetro 2014 emitido por la Oficina Antifrau de
Catalunya. Sobre una población de 800 entrevistados,
un 9,4% considera aceptable que un funcionario reciba mordidas, un 15,1% que un
político dé su apoyo a una empresa que ha financiado a su partido, un 21,2% que
un poli no multe a un amigo y un 27,1% que un político enchufe a un familiar.
Con estos mimbres ya se pueden imaginar cómo quedará el cesto.
Como pille a Rousseau en el infierno lo inflo a
palos misántropos.
Todos tenemos un precio.Sólo es cuestión de conocer cual es.
ResponEliminaSegún la Biblia, Judas...trincó y Pedro... negó.
Creo que está en la naturaleza del hombre y la mujer, somos maleables (aunque yo siga insistiendo en que soy la excepción).
Besotes.
La religión legitima la transgresión de los límites. A veces puede sorprender la fortaleza que ofrece la honestidad. Mejor que la jalea real. Besotes.
ResponElimina