Duerman tranquilos estos días de fiesta. No
esperen ni desesperen. No dejen que la inquietud les corroa. Yo no lo haré. No
se me ocurrirá felicitarles nada. La felicidad es una cuestión lo
suficientemente seria como para traficar con ella de cualquier forma y en
cualquier oportunidad. Y mucho menos
cuando un convencionalismo arcaico nos impulsa a decir cosas que no podemos sentir.
Si el calendario se empeña en que usted cumpla años
verá como su entorno se abalanza sobre su momento para desearle felicidades
(perdón, en mayúsculas, FELICIDADES). Y si pregunta por el motivo de tan hondo
deseo le regalarán eufemismos y falacias varias que nacen de esa necesidad tan
humana de vestirnos de tópicos.
No veo claro lo de jodernos durante todo el resto
del año para implantar un territorio de buen rollo cuando llegan los últimos
días del movimiento de traslación de la Tierra. ¿Mala conciencia? Pudiera ser,
pero como ya no gasto de ese fármaco no me veo impelido a molestarles con un
deseo ambiguo.
Kant decía que la felicidad había que merecérsela.
Es por ello que no tiene sentido que yo me atribuya una potestad que
corresponde a cada uno de ustedes. Trabajen con ahínco para conseguirla (si les
da la gana) o decidan ser infelices por el resto de sus días, he descubierto
que hay un sector de la población que se siente muy a gusto con la infelicidad
ajena, le produce un efecto compensador sobre su vida que le exime de tomar
decisiones obligatorias para cambiar el rumbo de su infortunado timón.
La felicidad es cosa de inteligentes, de gente que
sabe rastrear en su sufrimiento para abonar los árboles fructíferos, de obreros
que exprimen la vida sabiendo de sus ambivalencias, de personas íntegras que
conocen los ciclos de la vida y de la naturaleza y se adaptan a ellos con
habilidad.
Si se me ocurre aconsejarles que vivan con sentido
(tal vez una cara del poliedro feliz), no desdeñen mi ocurrencia pues pudiera
tener una trascendencia inesperada.
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