dimarts, 22 d’abril del 2014

LO QUE NO SE VA



Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Cien años de soledad tiene la misma edad que yo. Imagino que mientras chapoteaba en el líquido amniótico de la placenta materna preparado para el salto definitivo al océano finito, Gabo, el ahora llorado Gabriel García Márquez, tecleaba a miles de kilómetros una historia que convulsionó mi adolescencia y que dejó un sello en mí lo suficientemente indeleble como para alistarme para siempre en el ejército que busca la eternidad entre las líneas que edifican historias. 


Los dedos que impactan las teclas o que garabatean en el papel son efímeros, la muerte del hombre no es más que una noticia consabida, lo que salió de su prodigioso cerebro y los andamiajes que construyó en sus relatos es eterno, perpetuo. La carne se va, las palabras se quedan entre nosotros para crecer y multiplicarse.
Recuerdo la convulsión que me produjo descubrir la desmesurada (mágica) imaginación derramada por entre las páginas de Cien años de soledad. Fue un tiro a quemarropa. Me di cuenta sin previo aviso de que aquel siempre sería mi libro. La envidia fue desatándose con cada personaje y con cada giro estrambótico de la historia. Cómo podían haber salido de mente humana tales exageraciones, tales aventuras, tales universos. Desde entonces me aplico en el yunque de la creación para emular en minúscula aquel ingenio.
La memoria puñetera se ha dejado asaltar por otros libros y otros personajes, pero en la última pared, la que guarda las muescas de los impactos más poderosos, sigue colgado un cuadro que ha resistido mi propia vida, el de la imaginación de un mundo dentro del mundo. ¿No es eso la novela?
Lo que no se va de García Márquez es sustrato, acervo, sol y luz, calor y oficio, ganas de traspasar la cruda realidad para explicarnos, para perdurar como humanidad, para venerar las palabras que nos separan de las rocas y ahondan en el magma de los sentimientos y de los deseos. Los homenajes institucionales se quedan cortos y a veces rozan el absurdo por culpa de una solemnidad que impide que brille lo sustancial. No compendian los tentáculos de la creatividad del finado, no recogen sus adjetivos precisos, ni sus verbos dinámicos, ni sus adverbios circunstanciales. Se llenan de banderas y de alabanzas vacuas que reducen la despedida del fabulador a un acto administrativo por mucha admiración que destilen los discursos.
El adolescente convulsionado por unas páginas que tienen su edad se levanta de su pupitre y con profundo respeto agita su mano diciendo adiós al cuerpo que se va, pero inmediatamente se sienta y sigue leyendo, no hay tiempo que perder. Y obligado, escribe, es lo mínimo.    

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