Nuestro pequeño mundo es muchas veces una ciénaga
(me inspiró la película del mismo título dirigida por Lucrecia Martel y que se
proyectó ayer en el ciclo Amigas coordinado por Laura Freixas). Un lugar hostil
en el que se paraliza toda lógica y por mucho que nos esforzamos en escapar no
conseguimos otra cosa que hundir nuestro peso en un lodazal inexorable. Nos revolvemos espasmódicamente intentando evitar el fatídico
momento en el que la boca y la nariz se convertirán en autopistas de
excrementos que nos pudrirán irremediablemente. Solo acierto a intuir una
solución.
Una cámara externa al proceso, suspendida
en la nada, que nos revele poco a poco cómo pudimos llegar hasta allí y detecte
una salvadora reja de salida. En la película, nada de nada. En la realidad,
casi igual. Las arenas movedizas tienen mal negocio y no dejan escapar a los
incautos. La cámara es metáfora de un pensamiento elevado,
aéreo, ajeno. Las ideas terráqueas surgidas de la atmósfera de la ciénaga no tienen
fuerza liberadora. Advierto que para accionar el mando de la cámara es
necesaria una fe que ejerza de disolvente.
Dentro de la ciénaga los grumos paralizan el cerebro de sus sórdidos
habitantes. Unos se ponen en manos de la inacción que bebe del futuro, otros se
encomiendan al positivismo sin fundamento, a los dioses de sus ancestros, a la
nueva idolatría del dinero, al insaciable y artificial sexo pornográfico. Una mayoría confía en las pistolas y sus derivados, la violencia
es inofensiva cuando la gravedad hunde el cuerpo que la genera.
El sistema capitalista nos inocula la tiranía sobre
nosotros mismos. El verbo poder (nosotros lo tenemos que poder todo) reina a sus anchas, ya nadie nos
subyuga, se acabaron los negreros externos, para qué, ya tenemos uno dentro que
nos esclaviza a tiempo completo. El plenipotenciario poder ha arrinconado al caduco deber. El deber rendía cuentas en el
exterior de nosotros mismos, se podían expiar las culpas con una oración, una disculpa o una multa. El verbo poder nos arrincona a una endémica frustración. Tal como explica Byung-Chul Han en su libro La agonía del Eros andamos sumergidos en
una ciénaga construida con un narcisismo irrespirable (ego absoluto y ausencia
de alteridad), dominada con el látigo del éxito y la producción, sufrida como
una depresión global y amasada con una igualación perversa que combate las singularidades. La ortodoxia somete la soluciones liberadoras a un dictado previsible. Las sogas nos aprietan hasta forzarnos un
cansancio vital (insolvencia física califica el pensador coreano) que nos hace mutar de seres vivos a meros supervivientes.
El
superviviente equivale al no muerto, demasiado muerto para vivir y demasiado
vivo para morir.
La única esperanza según Byung-Chul Han debemos ponerla en el Eros, arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. Aunque agoniza en la ciénaga, hay un tímida esperanza. Hoy solo un apocalipsis puede liberarnos, es más redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro.
La única esperanza según Byung-Chul Han debemos ponerla en el Eros, arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. Aunque agoniza en la ciénaga, hay un tímida esperanza. Hoy solo un apocalipsis puede liberarnos, es más redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro.
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