dimarts, 21 d’octubre del 2014

BUENA Y MALA CONDUCTA




En una sociedad empeñada en reducirlo todo a cálculo de resultados, a lograrlos sin demasiados miramientos, conviene no olvidar que no basta la aceleración ni la velocidad, ni la precipitada voluntad de llegar. La buena conducción es la mejor conducta. Y saber conducirse es la mejor aplicación.                                                                    Maestro Ángel Gabilondo                                                         

Mis alumnos lo confunden todo, por algo son de hijos de una sociedad confundida y donde suelen triunfar los que más y mejor confunden. La aceleración y la velocidad para ellos son las notas. Tienen que llegar como sea al cinquillo. Todo vale. Cuando no llegan suelen apelar al interés, a su (autojuzgada) buena actitud o a su (autovalorada) buena conducta. Los que suspenden se convierten en una especie de pedigüeños que mendigan décimas para llegar a la meta a toda costa. Sin carné y a veces sin coche. No se detienen a comprobar su código de circulación o sus nociones de mecánica y cuando lo hacen a veces no saben por donde empezar las reparaciones. Tapan momentáneamente alguna gotera pero a la que se descuidan aparece otra que les traiciona.


Este año he propuesto concentrar lo que considero buena conducta en tres normas básicas:

a         1) No hay excusas.
b)      2) No se puede perder el tiempo en clase.
c)       3) Un alumno tiene que ser autónomo.

Les pueden parecer ñoñas o simplistas pero engloban todos los problemas de conducción de mis alumnos. Ya les explicaré otros día las complicaciones que conlleva su aplicación en un sistema educativo y social que protege al adolescente sin implantarle los límites que necesita. 
La correcta aplicación de la trilogía inevitablemente conduce al saber útil que a mí me interesa. No es cuestión solo de que se aprendan las capitales de Europa aunque pueda serles de utilidad. Ni saber las características de tal o cual período histórico aunque les llevará a análisis más afinados de la realidad.  

También el conocimiento implica un determinado comportamiento. No es una simple adquisición de contenidos, es un modo de relacionarse con ellos. No una manera de aprenderlos, sino de saberlos, es decir, de incorporarlos en las formas de vida. El conocimiento se genera y se transmite, tiene su conducta y su aplicación. No basta con trazar la raya que trata de escindir de este la actitud y la dedicación, como si se limitaran a ser un aditamento o un complemento, cuando son vértebra y matriz del verdadero conocer, el que es también una auténtica sabiduría.

Tener como código de circulación los consejos de un filósofo de la envergadura de Ángel Gabilondo (extraje las citas de su post Conducta y aplicación) convierte mi profesión en una de las más arriesgadas. El sector educativo ha sido tomado por tecnócratas y administrativos sin piedad, la reflexión se aplaza para poner x en casillas o para interpretar estadísticas trucadas por el mismo sistema. Y eso aburre. Ahora dirijo mi ingenio a que mis alumnos diferencien la conducta de la ciega obediencia.

Ha de reconocerse que “portarse bien” es hoy un valor social. Pero sí conviene sopesar de acuerdo a qué parámetros se realiza semejante valoración, con qué intereses, en qué sentido, con qué voluntad. Y hasta qué punto esto depende de qué concepción se tiene de la conducta, cuando esta se reduce a un comportamiento.

Y mis compañeros preocupados por si los alumnos hacen los deberes de su asignatura con todo el campo que queda por trillar.




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