Cuando mi padre se quedó viudo y la soledad le
apretaba decidió abrirles la puerta los domingos por la mañana. Me lo explicaba
con sorna, qué bajo he caído que tengo que recurrir a ellos para estar
entretenido. Cambió una de las tradiciones ancestrales de la familia (qué mala
es la soledad) para que las neuronas no se le oxidasen. Él les advertía que era
cristiano de pura cepa, de los de toda la vida, que se había leído la Biblia de
pe a pa, pero para ellos no significaba un obstáculo insalvable, al contrario,
era un acicate para conseguir puntos de cara a acceder a un palco VIP en el
ansiado Paraíso.
Eran más pesados que un muerto, con su
verborrea monolítica podían permanecer de pie (pasarlos al comedor era un
en error de incalculables dimensiones) horas y horas citando párrafos de las
escrituras y de la mítica Atalaya. A las diez de la mañana del Día de
Jehová escuchábamos cháchara en la escalera (muestra indiscutible de que había
picado otro vecino) y poníamos las barbas a remojar. Cuando inexorablemente
sonaba nuestro timbre conteníamos la respiración y evitábamos todo ruido, si
pensaban que no había nadie pasarían de largo. Las veces que franquearon las
defensas de nuestro castillo pusieron a prueba los modales familiares, a mis padres les sabía mal dejarles
con la palabra en la boca, única forma plausible de desprenderse de ellos. No diré que admiraba su voluntad
inquebrantable y sus corbatas impecables pero me sorprendía que dedicaran las
mañanas de domingo a importunar a la gente y recibir exabruptos. Todavía me
dejaba más sin explicación que fuesen acompañados por pipiolos de mi edad que
parecían rescatados del museo de cera (por su estampa inmaculada y su verbo
extramegahipereducado). No he tenido noticias de ellos últimamente, supongo que
ahora se dedican a evangelizar desde su salón del reino, o tal vez, la
inflación de credos les ha dejando sin efectivos, o quién sabe, a lo mejor se
guardan la salvación para sus adentros y no la quieren compartir con nadie.
Desde ayer, una legión de voluntarios de la
independencia catalana ha tomado el relevo. Quieren hacer una encuesta puerta a
puerta cual vendedores del Círculo de Lectores o cambiadores de compañías
eléctricas. No pretenden convencer dicen sus jefes con la boca pequeña. Yo, por
si acaso, me he descargado su Atalaya y me la estoy empollando a trocitos. Ayer
les descubrí a mis alumnos que se había publicado cibernéticamente EL LIBROBLANCO DE LA TRANSICIÓN NACIONAL (presentado pomposamente en la Generalitat por
el rey Artur y su flequillo). Un comité de expertos (¿?) lo ha elaborado con
mucho esmero y cariño. Les alenté a su lectura (supongo que reminiscencia de
los testigos de Jehová) y me miraron con cara de gamusino. ¿Cuántas páginas
tiene, profe? Cuando les respondí que solo la síntesis tenía 140 sus carcajadas
se oyeron de uno a otro confín del aula. Les hablé de la importancia de las
fuentes primarias en la Historia, las carcajadas siguieron a un ritmo
frenético. Ya entendí en ese preciso momento porque es tan necesario que en el referéndum
(o consulta o el eufemismo que se quiera) se rebaje el censo hasta los 16 años.
En primer lugar no tienen ningún interés en leer la Atalaya y en segundo y más
importante, no tienen la comprensión lectora suficiente (certificado por todos
los PISAS) para entender lo que han ideado los pensadores a sueldo. Votarán con
el corazón, y ya sabemos lo que sucede cuando no se lee la letra pequeña, que
al final, te desahucian y lo firmaste tú.
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