Mi abuelo era un gran aficionado, a mí, tierno
pipiolín de siete añitos, me parecía un juego insulso. La brisca no tiene el
relumbrón del póker, parece destinada a consolar los tapetes de las mesas camillas de
viejos en los estertores de la vida.
¡Saca la baraja! Yo obedecía más por combatir el
aburrimiento de mi abuelo que para satisfacer un placer propio. ¡Roba! Yo me
distraía en medio de la partida.
Mientras los dedos agrietados y amarillentos de mi abuelo contaban los puntos
yo me conformaba con señalar al azar como culpable de derrotas más
clamorosas. Me faltaba la profundidad del que ha vivido para entender sus
consejos. En una partida de brisca puede estar compendiada la vida, ahora lo sé.
¡Hay que saber jugar tus bazas! Cada partida manda un palo diferente, llegan las cartas que llegan y en un momento determinado. Yo me
precipitaba y lanzaba por la borda los triunfos, mi abuelo resoplaba. Un dos de oros (cuando reinaba el huevo frito, uno de Oros) podía
apresar un copón, el rey de bastos o el tres de espadas. Ahora que me abismo al
medio siglo empiezo a aprender a jugar mis cartas. Nunca es tarde y
nada carece de sentido.
Subió con aplomo al escenario, agradeció los
aplausos, sacó sus gafas y leyó un discurso que había confeccionado con esmero.
Afiló las emociones. Hablo del Maestro Antonio Banderas y de su merecidísimo
Goya por su dilatada carrera. Se refirió al aquella carta que tiró a las seis
de la tarde del 3 de agosto de 1980, de las dos figuras (sus padres) que se
empequeñecieron desde la ventana del tren Costa del Sol. Tenía una misión y una
determinación. La misión era convertirse en aquello que admiraba. La
determinación, el puñetazo sobre la mesa cuando se aspira a la victoria, “nunca volvería a mi Málaga con las manos
vacías”. Fueron cayendo las cartas
de la vida y el sábado las barrió con orgullo hacia su montón.
¡Roba! El Maestro Banderas sabe que no hay que
encantarse, “creo haber sabido sobrevivir
con dignidad y constancia entre los bosques de las subjetividades, las
mermeladas del éxito, los páramos desiertos del fracaso y las luces de gas”. Advierte que la nueva partida se celebra
en un contexto determinado, “la
mediocridad se ha convertido en el mayor negocio de nuestro tiempo”, y que
jugar bien las bazas le obliga a subirse de nuevo al mismo tren, “la cultura y el arte son la mejor manera de
entender el mundo en el que me ha tocado vivir”. Nada de alta velocidad, es
obligatorio el traqueteo de las vías rezumando crisis porque para los que viven
de la creación es fundamente “disfrutar
con las manos sucias en el barro que debemos moldear y con el aliento de la
incertidumbre que proporciona tanto el éxito como el fracaso tras el cuello”.
¡Baraja! Todavía puedo escuchar la voz de mi abuelo invitándome a otra
partida. El gran Maestro Banderas
finalizó su reflexión casi igual: “Me voy,
pues acaba de comenzar la segunda parte del partido de mi vida”. Una
lección.
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