Hace cincuenta años (una insignificancia en el
devenir histórico), las iglesias de este país estaban abarrotadas. La religión
normativizaba la sociedad. Para lo bueno y para lo malo. No había niño que no
hubiese pasado por la catequesis y le hubiesen pegado un buen repaso de
doctrina católica. El espíritu santo, la multiplicación de los panes y los
peces, los mandamientos de la ley de Dios y otros fundamentos dogmáticos
señalizaban el camino al cielo. Los insultos, los refranes, las metáforas, todo olía a
incienso. Y eso ofrecía seguridad a los feligreses, aunque todo fuera de cartón piedra y las jerarquías eclesiásticas fuesen todo lo perversas que cabe esperar de una institución que vive de los pecados y sus penitencias.
Llegó la democracia y poco a poco fue aflojándose
la soga y poco a poco nos fueron etiquetando como ciudadanos. Fuimos pintando creencias laica que sustituían el crucifijo por la Constitución, los mandamientos por una retahíla de derechos y deberes. Aparecieron los debates ideológicos y las
desavenencias con el poder sin tener que correr detrás de los grises. Una legión de psicólogos empezaron a jubilar a los
curas y nos inventamos anestésicos que sustituyeran los cilicios. Había que renegociar los comportamientos y las escalas de valores, crear una nueva realidad que nos debía conducir a la libertad.
Las transiciones no son fáciles y menos si la
capa de pintura que se utiliza es mala. Los politiquillos que llevaron a cabo la transición religiosa les faltó profundidad de campo, con ganar las elecciones cada cuatro años se conformaron. Sin tener acabado el andamiaje de la nueva religión nos invadió un profundo vacío existencial. Mientras hubo pasta (burbuja) el desencanto se escondió debajo
del felpudo pero con la crisis (ay, bendita crisis) se acabó la paciencia y empezó la diarrea.
Ayer asistí con mi cómplice a una ceremonia de un
círculo de Podemos. Se han erigido en los más puritanos defensores del nuevo credo, mosqueados con la
laxitud del sistema democrático abogan por volver a los rectos inicios atenienses,
algún irónico se permitió bromear con la muerte de Sócrates mientras otros disparaban súplicas
para que se consiguiese el empoderamiento del pueblo.
Demasiado
tiempo alejado de la política (recordemos que la gente confesaba sin rubor hace cuatro días que no entendía ni papa) puede generar espejismos próximos al sectarismo. Durante la reunión de almas necesitadas de justicia (yo confieso que así me siento) se
desgranaron acalorados salmos loando a los desfavorecidos y denostando a los
hijos de mala madre que se han llevado los billetes a espuertas. Amén, aleluya. Sustituían el Te alabamos, señor por una muletilla
laica del estilo Hay que asaltar el cielo
(según el arcángel Coletas).
Subí al púlpito (exigían los sumos sacerdotes que
los nuevos participásemos) y dije que a la democracia hace falta desposeerla de
los destrozos de las mayorías para buscar la virtud. También pontifiqué a favor
de la ética (me deslizaron un evangelio escrito por los cinco fundadores
de Podemos) y sin querer violentar el espacio sagrado me atreví a cuestionar
que tres de los firmantes tenían problemas con la palabrita de marras. Luego
siguió la algarabía y las referencias históricas, siempre habrá un pueblo de
Israel liberándose, ahora los tiros apuntan a América Latina y Grecia.
Quizás de momento
clamé en el desierto, pero sé, que la liberación de los esclavos (mentales los
peores) vendrá de la mano de la virtud y de la ética. Me estoy convirtiendo en
Profeta de la nueva religión civil y eso me pone.
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