Una de las preguntas de riesgo que un profe puede
hacer a sus alumnos es que le adivinen la edad. A la que te descuidas te han
encasquetado un lustro de más. Al principio, un servidor, se enojaba porque
creía que las canas y las arrugas (y los puñeteros michelines) estaban
arreciando en su cuerpo antes de lo normal. Fui compartiendo mi decepción con
otros colegas y me di cuenta que gran
parte del problema radicaba en el daltonismo emocional de los valorantes.
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Sarah Awad.Couple 20012
A partir de los treinta y cinco, los muchachos ya no saben graduar las edades, ya se pasa directamente a la categoría de viejo, pero no de un viejo del siglo XXI cuya esperanza de vida se sitúa en los ochenta y todavía puede marcarse sus pinitos. No, ni hablar, te encajonan en la imagen de un viejo del siglo XIX, de aquellos que labraban de sol a sol por lo que a los cincuenta estaban destrozados y empezaban a tomar medidas para entrar en la caja de pino. Estos jovenzuelos inconscientes (sobre todo con lo que no les afecta directamente) no se esfuerzan en buscar contextos que les ayuden a calibrar la edad del adulto. Para qué, para ellos, después de los treinta y cinco ya no existe vida interesante, los adultos entramos en la senda de las obligaciones como progenitores y como firmantes de otras hipotecas y perdemos definitivamente nuestra identidad y nuestros sueños. Esa creencia es inamovible y cuando alguien los contraría lo miran como un bicho raro, como un desfasado, como un locuelo que quiere revivir a base de excentricidades. La displicencia de su rostro viene de la incomprensión de realidades que exceden de su reducido mundo.
La cimentación de estas creencias se puede
atribuir a que la juventud actual está en el Everest de la autoconsideración,
ese exagerado (e incontestable) culto al cuerpo perfecto (publicidad y
gimnasios) y a la tersura del mismo. La sobrexcitación de los sentidos por los
efectos del alcohol y las drogas en una irresponsabilidad non stop (jóvenes sin
oficio ni beneficio hasta los 30) les lleva a calificar a los cuarentones (y
sus predecesores) como inservibles, personajes de desguace que se tienen que
conformar con manzanilla y yoga. Si se me sale por el piquillo unas sombre de inquina sepan que es deliberada.
Obviamente el sexo es de su propiedad. Sexo joven
pringado de poluciones adolescentes fabricadas con porno americano, encumbrado
de muescas en la pared de polvos (reales o imaginarios) con posturas galácticas,
empoderado por una libido que se recarga como los mecheros. Pontifican los
capataces del sexo cool que a medida que se dispara el reloj de arena, todo eso
que ellos tienen por el mero hecho de ser jóvenes se disuelve entre la flacidez
y la abulia. Si no disimulas tu deseo y hablas con descaro de las ganas de follar (oh, no, esa palabra también les pertenece) te etiquetan en dos minutos de viejo
verde. Los ojos de conmiseración vienen después, la intención de transferirte
por bluetooth la lástima y el ridículo, la sonrisita fácil que provoca una
imagen sepia de un viejo y un viejo que
van para Albacete y en la mitad del camino va y se la mete la mano en el
paquete y saca un billete. Aclaración para recalcitrantes jóvenes:
estribillo de canción picantona de mi adolescencia.
Lo peor, es que de tanto insistir, al final nos
creemos su verdad. Y nos creemos vivos si vestimos como ellos, mitificamos sus
nimiedades y cantamos sus insustancialidades. Trampas sin retorno.
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