Hoy acaba oficialmente el curso y empieza un
período de dos meses terrorífico para las sacrosantas familias. Para bien o
para mal, aprovechadas o derrochadas, pero las criaturas pasaban seis o siete
horas entretenidas en el cole. Media hora más de traslado y una hora de deberes
o supuestos deberes. ¿Y ahora qué? Los padres más pudientes podrán sustituir la
institución escolar por unas colonias de verano o por otros sucedáneos que
llenen el tiempo de nuestra descarriada infancia y juventud con tal de no
enfrentarse a la dura realidad de constatar el fardo en el que se han
convertido nuestros vástagos. ¿No he sido ametrallado todavía?
Ácido, no seas sulfúrico. Es un placer disfrutar
de ellos, es un gozo para un hogar disfrutar de un chaval que está todo el día
tumbado y tecleando el móvil, gozando de la manada sin obligaciones domésticas.
Es un goce ver cómo se va a la piscina o a la playa y aparece por la tarde
doradito de piel para engullir un bocata y enclaustrarse en su cuarto a
continuar con su ardua tarea social. Es un gusto ver cómo disfrutan del verano
unos pipiolos que han suspendido un carro y que no tocan un libro hasta el 31
de agosto.
El otro día mantenía conversación telefónica con
una madre que me repetía una y otra vez que su hija era una sinvergüenza. Yo le
había expulsado de clase por pintarse los labios, por contestarme, por no
querer abandonar el aula y por tirar una silla en el proceso. Es una
sinvergüenza. Las psicólogas de mi centro dirán que es un ataque a la identidad
y yo pienso que es una constatación empírica de un comportamiento. Yo no creo
que esa alumna sea para siempre una sinvergüenza pero tendrá que trabajar para
no serlo. El primer paso es reconocer quienes son nuestros hijos/as y eso
cuesta un huevo. Nosotros querríamos tener descendientes astronautas y
bellísimas personas y en un período de su vida estos adolescentes rebuznan y no
pegan ni clavo. Pero nosotros les queremos (¿seguro?), les prometemos el oro y
el moro (la familia nunca falla) y les dejamos vivir en una mundo sin límites.
Así el pánico está asegurado.
Les copio un fragmento de Los cansados (Alfaguara) de Michele
Serra para que lo mediten en tiempos de histeria.
Como
padre yo no tengo más que ciertas aptitudes. Por ejemplo, y no es
insignificante, la de mantenerte con mi trabajo y mi esfuerzo. Sé que es indecoroso
echártelo en cara (aunque igualmente indecoroso, y lo digo por lo que te toca,
es olvidarlo). Pero reconozco que de todas las demás aptitudes tradicionales
del padre –establecer normas, regañar, castigar, disciplinar- no soy un
intérprete convincente. Las veces que trato de poner orden, hacer hincapié en
las reglas, siento que tengo el tono dubitativo de quien improvisa, no el tono
firme de quien está seguro de su papel. Me siento como alguien que se acuerda
de repente, forzado por la emergencia, de que le correspondía el cometido de
gobernar. Y no lo ha hecho. Y simula, como el más hipócrita o el más inepto de
los políticos, que tiene un programa de gobierno agavillando a tontas y a locas
retazos de reglas, amenazas improbables, chantajes emocionales con una voz que
oscila entre el murmullo lastimero y el agudo neurasténico. En el curso de
estos exaltados y afortunadamente raros mítines domésticos, dudo por lo menos
de la mitad de las cosas que digo. Ya mientras las pronuncio, siento que
pertenecen a un arsenal retórico vetusto, improvisado a base de pegar los
retazos de viejos códigos hechos trizas, barridos por las revoluciones sociales
o ridiculizados por su propia prosopopeya.
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