Ser catalán y vivir en Catalunya en la actualidad no
es nada fácil. Uno no se puede permitir respirar, comer y dormir como el resto
de los mortales, uno se tiene que pronunciar. Ser catalán y vivir en Catalunya durante
los fastos del Tricentenario es insufrible, uno tiene que empaparse de Historia
de Catalunya, de Historia de los EEUU y de cualquier país que sufrió ocupación
y que se desvinculó del yugo opresor.
Ser catalán y vivir en Catalunya a dos
meses de la consulta (o de la no consulta) es un martirio, hay que estar al
loro de todas las declaraciones, de todos los tweets, de todos los dimes y
diretes, de los movimientos del Govern (de aquí) y del Gobierno (de allá), de
los pasos jurídicos que puede seguir la ley de consultas, de las impugnaciones
ante el Tribunal Constitucional, de lo que saben los tertulianos de TV3 y los
columnistas de La Vanguardia, de lo que responden los de 13TV y La Razón, de
los intrincados escándalos de los Pujol (ahora también de su vida amorosa,
de pensarlo se me inhibe la libido), de lo que declaran los portavoces de los
partidos y de lo que callan. Lo que se siente en la calle o lo que repiten los
compañeros de trabajo que escucharon aquí o acullá, lo que dijo el ministro de
Asuntos Exteriores de Lituania sobre si Catalunya seguiría en la zona euro o la
expulsarían en caso de independencia, hay que empollarse todo el folletín sobre
la censura que ejerció el Instituto Cervantes de Amsterdam con la presentación
del libro de Sánchez Piñol. Ser catalán y vivir en Catalunya un día antes de la Diada es morrocotudo. Hay que conocer al dedillo las recomendaciones de
la Guardia Urbana para acceder a la V montada por la ANC, ataviarse hasta los colmillos con todo el merchandising estelado, hay que seguir al
minuto las encuestas de Escocia, parece que Cameron nos importa más que Rajoy.
Hay que exclamarse ante la propuesta de desobediencia civil propuesta por el
Gordoncho Junqueras o jalearla como si nos fuese en ella la vida. Hay que
rastrear que hay en los desmentidos de la vicepresidenta y los jugueteos del
Chupa Chup Durán.
Yo no puedo más, se lo
tengo que confesar con franqueza. Doy lo que doy y sé muy bien mis
limitaciones. Pero les tengo que confesar que todo ese despliegue mediático ha
surtido un gran efecto terapéutico en el conjunto de los catalanes. El paro y la crisis han pasado a segundo
plano, forman parte del atrezzo, es algo asimilado en nuestro paisaje, como una
farola o una cagada de perro. Ya no nos angustia. Los desahucios, con su
estética ochentera de revuelta vecinal no provocan más que un bufido lastimoso
entre cortado y cortado. Los recortes en educación y sanidad pueden generar un
me cago en… sonoro, insatisfecho, como un gargajo molesto, pero nada más,
nosotros, aunque saturados por la vorágine audiovisual de la independencia no
sufriremos ataques de ansiedad como en otras partes del planeta capitalista.
Nosotros tenemos las neuronas tan agotadas que no estamos para revoluciones, es
ver ondear la bandera y nos invade un bienestar que nos barre todos los
desvelos.
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