dimarts, 9 de setembre del 2014

HABLO DE GATOS



El viernes aumentó la familia. Hablo de gatos. Un alma caritativa nos ofreció un tigrillo grisáceo que un principio debía responder al nombre de Frida pero que una vez fue revisado por la veterinaria se convirtió por culpa de unos testículos casi inapreciables en Vincent. En casa le esperaba la anfitriona, Dolly, gata de tres años, casi toda blanca pero de cola negra, con manchas singulares y peca negra en el morrillo. El primer contacto fue una sucesión de oliscadas. La propietaria, hablo de gatos, del territorio, cuando el recién llegado quiso entrar en confianzas le respondió con un monumental bufido, dejándole a las claras, que no era bien recibido, o que al menos, tenía que pasar un período de prueba para ser aceptado en el nuevo hábitat. La antigüedad parece que también tiene predicamento entre la especie gatuna.


Dolly seguía al pequeño Vincent a distancia. Y ya se sabe que aunque los ojos no delinquen que diría el Maestro Sabina, son preludio de otros pecados. Dice el refrán que la curiosidad mató al gato. Y efectivamente, Dolly fue cayendo en las redes de la réplica de tigrillo que poco a poco fue haciéndose con las riendas de los hilos invisibles de la relación. Perseguía a Dolly para encontrar una teta postiza en su barriga. Ésta seguía con los bufidos estruendosos como forma de protección de la insistencia del chavalín. Dolly es una gata tranquila porque de lo contrario le hubiese lanzado un zarpazo más comprensible para las pocas luces del gato de un mes. Dolly huía del cuerpo a cuerpo pero no dejaba de mirar a Vincent. Conozco muchas personas que me afirman por activa y por pasiva que pasan olímpicamente de tal o cual situación pero que no paran de mirarla (o de hablar de ella o de darle vueltas), están atrapados esteroscópicamente igual que Dolly. Pero yo hablo de gatos.
El pequeño Vincent con su corta experiencia de vida descubrió en menos de tres horas la forma ideal para derribar las murallas de Dolly. Empezó a lanzar unos grititos similares a un patito de goma que eran la encarnación sonora del desvalimiento, Dolly como una exhalación se lanzaba hacia el cachorrillo recién adoptado y le ofrecía su protección en forma de lametones limpiadores que zarandeaban a Vincent como un pelele. El enano ya había encontrado el resorte para mover la voluntad de Dolly. Mientras se dejaba adoptar preparaba sus dientecillos para clavarlos sobre las tetillas de la incauta anfitriona. Dolly, que es muy dada a las conversaciones, nos explicaba con los ojos desbordados de paciencia que no podía hacer otra cosa, es lo que se viene llamando el instinto maternal. Todo el discurso lo hacía con Vincent enchufado como un chinche a sus bajos. Qué no se va a hacer por un hijo, aunque tenga vienticinco años y está tumbado en el sofá de las nueve de la mañana hasta el día siguiente a la misma hora. Pero yo de lo que quiero hablar es de mis gatos.
La protección tiene sus sumisiones. Cuando Vincent se hartaba del jugueteo decidía explorar nuevos mundos, subirse a los bordes del sofá o investigar por debajo de armarios inhóspitos. Dolly con una fiereza inusitada, maullaba al intrépido novato e intentaba alejarlo de lo que ella consideraba un peligro inminente. Dolly es muy timorata y en un par de horas ya estaba inoculando las bacterias del miedo a Vincent. Como dice el Maestro Serrat les trasladamos a nuestros hijos nuestras frustaciones con la leche templada y en cada canción.
Les tengo que advertir que durante cuarenta años de mi vida estuve muy alejado de los gatos porque un arrabalero de mercado me pegó un soberano mordisco que me obligó a padecer los pinchazos de la antirrábica. Y ahora, ya me ven, escribiendo sobre gatos. Porque, ¿hablé de gatos, verdad?

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