El viernes aumentó la familia. Hablo de gatos. Un
alma caritativa nos ofreció un tigrillo grisáceo que un principio debía
responder al nombre de Frida pero que una vez fue revisado por la veterinaria
se convirtió por culpa de unos testículos casi inapreciables en Vincent. En
casa le esperaba la anfitriona, Dolly, gata de tres años, casi toda blanca pero
de cola negra, con manchas singulares y peca negra en el morrillo. El primer contacto
fue una sucesión de oliscadas. La propietaria, hablo de gatos, del territorio,
cuando el recién llegado quiso entrar en confianzas le respondió con un
monumental bufido, dejándole a las claras, que no era bien recibido, o que al
menos, tenía que pasar un período de prueba para ser aceptado en el nuevo
hábitat. La antigüedad parece que también tiene predicamento entre la especie
gatuna.
Dolly seguía al pequeño Vincent a distancia. Y ya
se sabe que aunque los ojos no delinquen que diría el Maestro Sabina, son
preludio de otros pecados. Dice el refrán que la curiosidad mató al gato. Y
efectivamente, Dolly fue cayendo en las redes de la réplica de tigrillo que
poco a poco fue haciéndose con las riendas de los hilos invisibles de la
relación. Perseguía a Dolly para encontrar una teta postiza en su barriga. Ésta
seguía con los bufidos estruendosos como forma de protección de la insistencia
del chavalín. Dolly es una gata tranquila porque de lo contrario le hubiese
lanzado un zarpazo más comprensible para las pocas luces del gato de un mes.
Dolly huía del cuerpo a cuerpo pero no dejaba de mirar a Vincent. Conozco
muchas personas que me afirman por activa y por pasiva que pasan olímpicamente
de tal o cual situación pero que no paran de mirarla (o de hablar de ella o de
darle vueltas), están atrapados esteroscópicamente igual que Dolly. Pero yo
hablo de gatos.
El pequeño Vincent con su corta experiencia de
vida descubrió en menos de tres horas la forma ideal para derribar las murallas
de Dolly. Empezó a lanzar unos grititos similares a un patito de goma que eran
la encarnación sonora del desvalimiento, Dolly como una exhalación se lanzaba
hacia el cachorrillo recién adoptado y le ofrecía su protección en forma de
lametones limpiadores que zarandeaban a Vincent como un pelele. El enano ya
había encontrado el resorte para mover la voluntad de Dolly. Mientras se dejaba
adoptar preparaba sus dientecillos para clavarlos sobre las tetillas de la
incauta anfitriona. Dolly, que es muy dada a las conversaciones, nos explicaba
con los ojos desbordados de paciencia que no podía hacer otra cosa, es lo que se viene llamando el instinto
maternal. Todo el discurso lo hacía con Vincent enchufado como un chinche a sus bajos. Qué no
se va a hacer por un hijo, aunque tenga vienticinco años y está tumbado en el
sofá de las nueve de la mañana hasta el día siguiente a la misma hora. Pero yo
de lo que quiero hablar es de mis gatos.
La protección tiene sus sumisiones. Cuando Vincent
se hartaba del jugueteo decidía explorar nuevos mundos, subirse a los bordes
del sofá o investigar por debajo de armarios inhóspitos. Dolly con una fiereza
inusitada, maullaba al intrépido novato e intentaba alejarlo de lo que ella
consideraba un peligro inminente. Dolly es muy timorata y en un par de horas ya
estaba inoculando las bacterias del miedo a Vincent. Como dice el Maestro Serrat
les trasladamos a nuestros hijos nuestras frustaciones con la leche templada y
en cada canción.
Les tengo que advertir que durante cuarenta años
de mi vida estuve muy alejado de los gatos porque un arrabalero de mercado
me pegó un soberano mordisco que me obligó a padecer los pinchazos de la
antirrábica. Y ahora, ya me ven, escribiendo sobre gatos. Porque, ¿hablé de
gatos, verdad?
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