Llega la Lotería de Navidad y con ella la
exaltación de la salud y el amor para los no agraciados. Los buenos deseos de
principio de año. La ilusión de los Reyes hasta que te regalan lo de siempre. La
cuesta de enero. Los carnavales y sus previsibles locuras, la Cuaresma y sus
olvidados sacrificios (ya hacemos bastantes cada día). El día del Padre, sus
corbatas y sus frasquitos de colonia. Y el de la Madre y sus flores. Y cuando ya se
iba encarrilando el final de curso aparece por sorpresa… ¡LA SELECTIVIDAD! O uno
de tus vástagos, o de la vecina de arriba o de abajo, o una sobrina o un primo,
o la niña del kioskero (sí que se ha hecho mayor en dos días) o una de tus
nietas, alguna o alguno, caerá en sus redes.
Cuando lean estas líneas (qué importante me
siento, parezco un corresponsal de guerra), un servidor estará vigilando que
los selectivos aspirantes a universitarios no copien. Tres largas jornadas en
la que sufriré el complejo de juez de línea de tenis. A la que un sospechoso gire el
cuello más de lo normal o haga el amago de mirar el móvil ya me tienen a mí
berreando un sonoro ¡Nooooooooo!
Después de leer el diario me siento algo
acongojado. Yo ya contaba que es un momento de cierta tensión, algunos (no
todos, incluso diría que la gran mayoría) no se juegan demasiado en estas pruebas,
el esfuerzo a lo largo de todo el año y los resultados de Primero de
Bachillerato han marcado su lugar. Pero estos jovenzuelos están contaminados
por la parafernalia general de una sociedad a la que le gustan las emociones
fuertes (el estudio diario es muy insulso). El watsapp y las redes sociales
provocan un hervor generalizado que no baja de tensión por mucho que lo
sofoquen los bomberos de la cordura. Los más reputados expertos en el arte
nemotécnico desaconsejan las empolladas finales por su falta de efectividad en
el presente y por su nula repercusión en el futuro. La selectividad actual es
un reality más. Mi congoja nace en una estadística. Uno de cada cuatro
estudiantes (25%) que se presentan a selectividad sufren ansiedad.
«Para
muchos de estos jóvenes, esta es la primera vez que se encuentran ante una
situación límite», constata Andrés Bellido, presidente de la sección de
Psicología de la Educación del Colegio de Psicólogos de Catalunya. «Lo mínimo
que pueden sentir es ansiedad, sobre todo aquellos que necesitan una nota alta
para poder ingresar en la carrera que han elegido».
Bellido me ha puesto los pelos como escarpias
porque pensaba llevarme mi cartera con sus correspondientes utensilios
administrativos y visto lo visto tendré que preparar un botiquín de urgencia.
Me informa un compañero de departamento que acompaña a los alumnos de mi insti en el autocar (sí, sí,
han leído bien, lo fleta el centro para evitar sorpresas de última hora) que ya les había comprado chicles
para los nervios y galletas para los desfallecimientos. Todo un catedrático de
Historia metido a utillero. Pienso que tal vez han estado demasiado entre
algodón estos mozalbetes porque cuando van de botellón, de disco y de otras
cosas que la decencia impide explicar aquí no necesitan que nadie les lleve los
condones o las birras.
Al final del artículo de El Periódico encuentro un
aliado que me tranquiliza, mi reflexión no es un exceso de acidez, él también
lo ve parecido. Se apoda Perogrullo.
Si
se estressan ahora qué pasará si un día tienen que trabajar...Tendrán que
llevarles la niñera y el psicólogo al curro...
Con eso de que los adultos no quieren envejecer, también se niegan a ver mayores a los hijos.
ResponEliminaEs que los adolescentes no son mayores para todo, muchos en sus casas no tienen responsabilidades que les enfrenten a situaciones que les hagan madurar. Aunque hay de todo. Hay otros que se pasan. Puede que sean parte de ese 25%.